Migajas en el Suelo

El gorrión se posó en la silla. Sus ojos de obsidiana saltaron de un lado al otro buscando migajas de pan sobre las mesas y en el suelo. Voló hasta el cemento debajo y en saltos cortos se movió entre las piernas de los comensales. Fué entonces al acercarse a mi que me di cuenta que sostenía el peso de su cuerpo sobre una sola pata. La otra yacía debajo de su abdomen enrollada en una espiral de escamas y uñas. Perdió ese miembro tal vez al enredarse en alguna cosa suelta o como resultado del ataque de algún otro animal. No es posible saberlo.

A pesar de la vivacidad de sus saltos y de la curiosidad desbocada de sus movimientos fue imposible no pensar en lo precario de su condición. Falta solo que sufriera una pequeña lesión en la pata restante para que el gorrioncillo quedara imobilizado sin capacidad para encontrar alimento y a merced de otras criaturas hambrientas. El pájaro brincó unas cuantas veces, se acercó a la mano que había yo acercado a su figura pretendiendo tener algunas migajas dentro de la palma entrecerrada. Con sus ojos negros examinó mi mano vacía y luego de dar un brinco se alejó de mí y echó a volar.

Gusanos Bajo la Piel

-Bajémonos aquí – abrió la puerta del auto luego de estacionarlo a la orilla de la carretera. Mi hermana y yo, acurrucados en el asiento trasero entre mantas de lana y botellas de agua volvimos la vista hacia afuera. Allá mi padre caminaba por la grava, sus pisadas dejando un vago crujido de piedras rebotando entre sí.

De las torres de luz nos llegaba un chisporroteo como si hubiera chicharras pululando en las venas metálicas de los cables de alta tensión. 

Me dijo que lo acompañara. Caminamos por el desierto desde el lugar donde habíamos estacionado el auto hasta la base de la torre de luz más cercana. Ahí me dijo que esperara. De un salto se trepó a la escalera que colgaba a un lado de la estructura y comenzó a subir.

Yo me quedé ahí debajo viendo al sol brillar sobre el metal y llenar el espacio vacío del desierto que nos rodeaba. En mis jeans se habían encajado múltiples pelotas de espinas; frutas de las cactáceas del lugar.

El zumbido metálico de los cables se espolvoreó de los graznidos desesperados de un par de cuervos. Volví la vista hacia arriba y ahí vi a mi padre bajar por la escalera de metal con un saco de tela en la mano izquierda.

Al llegar al auto colocamos a los dos pollos en una caja de cartón que mi hermana y yo cargamos en el asiento de atrás.

Los animales se acurrucaron en un abrazo trémulo. Sus pequeños cuerpos tiritaban de manera casi imperceptible y despedían un calor intenso al tacto. 

El auto echó a andar lento sobre la grava, luego rápido por la carretera de Matehuala. Llegamos al trecho donde cada 200 metros un arreglo de tres palos anuncia un puesto improvisado a la orilla del desierto donde se pueden comprar cachorros de coyote o carne salada de serpientes de cascabel.

Algunos de los puestos yacían abandonados, dos palos erigidos frente al paisaje, el tercero en ruinas debajo y un arreglo de postes rotos detrás quemándose bajo el fuego lentísimo de la luz del sol. 

Nos detuvimos en alguno de esos puestos. Mi padre preguntó por X, un hombre cuyo nombre no recuerdo. La mujer que ahí; sentada bajo una sombrilla de colores, atendía jaulas de búhos, coyotes y halcones, comentó que X había muerto hacía varios años.

Siguió el auto andando hasta que llegamos a la reja del hotel al que siempre habíamos ido en viajes así.

Una hora más tarde salté la barda detrás de la zona de la alberca donde había un río atiborrado de ranas. Estuve un rato ahí atrapando anfibios en vasos de hule hasta que las primeras sombras de la tarde comenzaron a pintar el paisaje de azul.

Los cuervos estaban en nuestra habitación, durmiendo en su caja de cartón luego de haber comido pedazos de pollo.

Al día siguiente, no poco después de medio día, echamos a andar de regreso a la ciudad. El paisaje comenzó a poblarse, el desierto dio paso a bosques de coníferas y estos a las masas de concreto de la ciudad de México.

Una madrugada, la luz brillando azul a través de las ventanas, mientras la casa aún se encontraba envuelta en un silencio profundo, llegué a la caja de cartón donde los cuervos dormían. Yacían sus cuerpos entrelazados en un abrazo íntimo, como el día que los bajamos de su nido en el desierto.

Con mi mano acaricié el suave plumón de sus cuerpos y noté que la piel del más pequeño no despedía ese ardor de criatura viva que había sentido antes. El otro gorgojaba en un sueño plácido acurrucado sobre el cuerpo de su hermano muerto.

Unas horas más tarde escuché a mi padre decir que probablemente el pollo había muerto porque había llegado infestado de parásitos. Por varios días él extrajo larvas de mosca alojadas bajo la piel de los dos cuervos. Se les veía reptar en bultos pulsantes que aparecían y desaparecían. Cuando estos eran visibles, a través de una pequeña incisión el gusano podía ser extraído envuelto en una masa sanguinolenta de pus.

Le pregunté si los otros cuervos en el nido también estaban cubiertos de larvas de mosca. Me contó que sí. Los dos pollos que bajó eran los que a simple vista parecían tener el menor número de bultos bajo la piel. Probablemente los otros dos que había dejado ahí en la torre de alta tensión murieron devorados por los mismos gusanos hambrientos.

Lo que nunca fuimos – Marla

“Robert,

Me llegó tu carta en blanco.”

El sobre leía, Robert L. 27 Bonita Road, Los Angeles, CA. Subió las escaleras del edificio con la carta en la mano. El papel ardiente le quemaba los dedos. Sobre la mesa de la cocina yacía una copa vacía y un jarrón de agua a medio llenar. Dejó la carta ahí. La vió un momento sintiendo su estómago revolverse.

“Es difícil escribir cuando no hay mucho qué decir. O tal vez, cuando no hay mucho que quiera decir. Sabes Rob, me muero por hablar, pero sé que lo mejor es quedarme en silencio. Hace 5 meses llegué a San Francisco. A veces hace frío aquí. Si caminas cerca de la playa y está nublado llega un viento frío. No lo quiero confesar pero a veces pienso en nosotros. Pienso en ti sin saber qué pensar.”

El hornillo de la cocina brillaba con una flama azulada. La pasta hizo ruido de maraca al caer al agua. El remolino de agua, sal y pasta engulló sus pensamientos. “Rob” murmuró. Vió las letras caer por el remolino caliente de la olla. “I love you”, sonrió pensando al mismo tiempo en lo estúpido que sonaba lo que acababa de murmurar. Pensó en él. Pronto las imágenes comenzaron a fluir por su cabeza, su rostro, sus ojos viéndola al otro lado de la mesa del Roadhouse Tavern, desde la silla de la cocina, entre la oscuridad de su habitación. Una mirada amable, como un pozo hondo, insondable, donde ella se sentía caer suave, en cámara lenta hasta tocar el agua tibia debajo y nadar, fiuera de un mundo que sólo quería devorarla.

“Sabes Rob, me quedé con Simon cuando llegué aquí. Vive en una casa en dogpatch cerca del mar. Tal vez lo hice porque quería que estuvieras celoso, porque quería que me preguntaras, con quién estás, qué estás haciendo, pero nunca lo hiciste. ”

Una mirada distante, perdida en una lejanía inalcanzable. Qué piensas Rob. Y él no decía nada, solo la veía y sonreía pelando los dientes en un gesto inaccesible. La veía sin ver y ella preguntaba y él no decía nada. Reía de vez en vez. No pienso en nada tonta. Nada.

“Yo sé que nada importa. Nada. Así como siempre has dicho. Solo importa lo que no importa.”

¿Qué quieres Rob, qué quieres de mí? Gritó y Robert impávido meneó la cabeza. Estás loca. Apartó su plato de cereal y volvió a sumergirse en la lectura del LA Times. Furiosa. Robert sonreía y sus labios deletreaban algunas de las palabras que acababa de leer. Sintió un impulso casi incontenible de arrojarle el salero que tenía en las manos. Se quedó mirándole un rato. What’s up?. En ese instante sintió que algo se resquebrajaba. Una avalancha enorme se desprendió dentro de ella y cayó con fuerza. What’s up? Repitió Robert. Un valle de luz matutina los separaba. Rob dio un trago a su café. Nothing. No pasa nada.

“I know life is fucked up Rob. Yo lo sé. Y si no te escribo más es porque no sé qué decir. Y no sé cómo decirlo. Me tuve que ir porque no hacerlo nos iba a matar a los dos ”

La cerradura de la puerta trasera cacareó y apareció Doris cargando un par de bolsas que colocó sobre la mesa de la cocina. Marla se secó las lágrimas y siguió dando vueltas a la pasta que se había vuelto una masa gorda y flácida. Tiró el cascajo de spahetti a la basura, tomó el sobre de la mesa y se encerró en su cuarto. Con dedos temblorosos extrajo el pedazo de papel que había dentro. La hoja en blanco se escurrió entre sus manos y cayó al suelo. Destrozó el sobre. No había nada escrito en el interior. Pensó en la tinta invisible de limón que alguna vez había hecho en el colegio y se sintió infinitamente estúpida por pensar que colocar ese pedazo vacío de papel sobre una vela revelaría algo. Escuchó los pasos de Doris por el pasillo y la presión de sus nudillos sobre la puerta. No pudo contener las lágrimas.

“Adiós Robert.

Marla”

Lo que nunca fuimos – Robert

Era sábado. Una pequeña multitud pululaba alrededor de la entrada del subterráneo en la intersección entre 92nd Street y Broadway. Le gustaba sentarse en la barra de ese restaurante a observar el flujo cambiante de gente yendo y viniendo por las escaleras que conectaban la calle con el metro. Desde que había llegado a esa vecindad el local había llamado su atención. Anunciaba una combinación de cocinas china y cubana. Pidió un arroz con mariscos, unos bisteces encebollados y un jarrón de té.

-Is this seat taken? –  Robert volvió la vista. El hombre repitió, con un acento que Robert no pudo identificar – Is this seat taken?

-No. Está disponible. – el hombre se quitó la gabardina y el sombrero antes de sentarse a su lado.

Afuera la gente seguía entrando y saliendo de la estación de metro. El sol seguía brillando con furia sobre el traqueteo de ruedas y tubos de escape. El chino del local llegó a tomar la orden del recién llegado.  Robert alcanzó a escuchar. Arroz con mariscos. Bisteces encebollados. Volvió la vista y sonrió. El hombre le devolvió la sonrisa.

-So you come here to eat by yourself?- dijo de pronto su vecino.

-Mi novia está con sus amigas.

-Ah muy bien. – dijo el otro – You know? Tengo un hijo de tu edad. Joe. No me lo imagino sentado como tú, sentado y comiendo por su cuenta. – Su mirada entonces se extravió, lejos, detrás de los peatones que caminaban en círculos por la estación y de los edificios que brillaban al otro lado de Broadway bañados por una luminosidad dorada y del Hudson que detrás de ellos y fuera de su vista se bamboleaba en una mansedad veraniega. Rob no pudo evitar volver a mirada hacia la calle. El sol brillaba con violencia. Siguió con los ojos el contorno de una muchacha pelirroja hasta que desapareció por una bocacalle. Cuando volvió la cabeza, su acompañante acomodaba sus cubiertos. Sonrieron. -Carlos. Mucho Gusto.

-Robert. Un placer. – estrecharon manos.

Comieron en silencio por unos minutos.

-Este arroz está delicioso. You know, back in my childhood I used to eat rice every day.  I really like it. – Robert asintió. – A Joe no le gusta. Nunca le gusto. I don’t know why am I complaining with you. I guess I am not actually complaining in a sense. At least not yet. But well, nowadays there are way too many reasons to complain. You know, to much crime, too many people in this city, too much pollution, too much of too much. –Rió. Robert permaneció impávido.- What do you do?

-Oh si. La ciudad es un desastre – dijo Rob sin convicción – Trabajo en un fondo de inversión.

-Oh well, congrats young man. My son is working in Seattle. He must be your age.  Twenty five, I think. He works in Software. No. He is not at Microsoft. That would be cool right? – Rob asintió. A pesar de sentirse extrañado por lo inesperado de la conversación, había un peculiar aire jovial flotando alrededor de su interlocutor. Sus ojos marrones brillaban con una lucecilla tranquila. Rob decidió escucharle sin apurar su merienda.– I mean, he is not stupid. He’s got a degree in engineering. Strange, because neither me nor Carla have any kind of predilection for the exact sciences. Maybe because I bullshit too much. Don’t be afraid man. I say bad words. In Spanish saying bad words is not as bad of a thing. At least that is what I believe. Sorry if I end up talking too much. I am trying to be didactic. En fin, that is what I do for a living. I stand in front of a room to say some bullshit and then I listen to inarticulate kids trying to figure how and what were their classmates trying to say with their broken Spanish. – Rob levantó la vista, ocupada en seguir el trayecto del cuchillo sobre el plato y comenzó a masticar. – I guess you must be surprised I am telling you all this. – Robert se apresuró a negar con un movimiento enfático de cabeza. – I am being too harsh on my students. I guess Columbia is not too bad, and there are some that are actually quite bright.  A veces escriben cosas como si una voz poderosa estuviese intentando escaper de su prisión y gritar al mundo su existencia. Hay apenas trazos, pequeños bosquejos de grandeza de vez en vez escondidos en un bosque de mediocridad. Como una florecilla solitaria floreciendo en un enramado de espinas.

-Christy Brown – Carlos lo vió extrañado –  Alguna vez viajé a Dublín y visité un museo en el centro de la ciudad. En alguno de las exhibiciones mostraban su retrato, un hombre maltrecho con paralisis mental, escribiendo con su pie izquierdo y en un panel la historia de su primer libro, una autobiografía. El doctor de la institución donde vivía leyó el manuscrito. Según él, en ese primer escrito había una oración que describió como una rosa entre la maleza. –Callaron. En una mesa cercana un grupo de cubanos hablaba en un español chicloso – Esa oración le salvó del olvido.

La conversación quedó flotando en el silencio con una gravedad inesperada. Una tormenta de sol seguía lloviendo fuera.

-Oiga mesero. Una cerveza. – el hombre dijo algo – De esa. Aguarde. –Cruzaron miradas y Rob asintió. Carlos espetó. – dos cervezas. Bien frías.

-Sabe. Yo siempre quise escribir. – Sonrió – Cuando era joven, solían hacer un concurso de escritura cada año en el colegio. –Sonrió – Teníamos que escribir cuentos cortos, los profesores los leían y anunciaban al ganador en un festival antes de pascua. Imagínese, vivía en un lugar pequeño, un pueblo que podría ser cualquier pueblo en América.

Un suspiro de espuma se resbaló lento por el talle de una de las botellas.

-Gracias.

-Un día escribía historias cortas viendo desde la ventana de mi habitación el lomo de los maizales de Bartholomew y al otro, sentado frente a la ventana de mi dormitorio en Boston veía caer la nieve en el Harvard yard – La maleta chocó un par de veces con las paredes de la escalera. El dormitorio olía a pintura fresca. Afuera el verano comenzaba a morir, pintando el yard de tonalidades dulzonas y amarillos suaves. Giró la llave tres veces. Abajo, un par de muchachos jugaban al frisbee. Las puntas carmesí de los edificios aledaños se elevaban sobre el bamboleo tranquilo de los árboles del yard. Tarareó por un instante la tonada de Love Story. Sonrió. Abrió la ventana y alargó el brazo hasta sentir una lengua de sol lamerle la piel. Algo grande, cálido y solar germinó en su pecho. Cerró los ojos y de pronto estaba en Bartholomew. Y vió el perfil duro de su padre mirarle desde el otro lado de la mesa, y fracturarse en una sonrisa de orgullo, y recordó recibir esa carta apenas unos meses antes y correr, correr por el camino del maizal hasta el final del campo y seguir corriendo, corriendo, y sentir el pasto hacer cosquillas en su espalda, y mirar un cielo limpio, y alzar el brazo, y sentir el sol y sentir que podría tocarlo. Si, podía tocar ese azul, y hundir el índice en la masa del cielo. Abrió su maleta. Dejó una constelación de ropa sobre la cama antes de encontrar su cuaderno de notas. Arrastró el escritorio hasta colocarlo frente a la ventana y se sentó a escribir. -Y ahora estoy aquí en Nueva York. – Suspiró. Carlos jugaba a revolver los restos de comida de su plato con la punta de su tenedor. -Perdón. Estaba recordando cosas. ¿Y usted lleva mucho tiempo en la ciudad? –Se dio cuenta que había entremezclado en su pregunta la preconcepción que su interlocutor no era oriundo de Nueva York. Su inglés acentado y sus ojos tranquilos lo delataban. Pensó en corregir pero le ganó el desgano.

-Llevo 10 años aquí. – Dejó de jugar con el tenedor y lo dejó sin hacer ningún ruido sobre el plato.- Escribía en un periódico en México y cuando mi segunda novela tomó vuelo, un amigo escritor me invitó a dar unas lectures en Columbia. Entonces tomamos nuestras maletas y llegamos acá y pasaron los meses y luego los años y logré luego de toda clase de artimañas que me hicieran professor permanente. – Rió. Rob sonrió con el chiste – Nunca pensé que nos terminaríamos quedando aquí. Nunca. ¿Que si fué un shock moverse a esta ciudad? No, Carla y yo  ya conocíamos el olor a humo, a llantas quemadas. Son los mismos olores de la ciudad de México. Y las voces de la gente al caminar por las calles, por el metro, en un bar, son tan universales como el ladrón aguardando en una esquina oscura, o la prostitute esperando a sus clientes bajo un farol. De lejos ninguna voz tiene idioma. Es distinto pero es igual. Es diferente pero es lo mismo.

-Tal vez. – los techos blancos de Bartholomew saltaron a su imaginación y con ellos el silencio herbáceo de sus calles. Su ensoñación terminó en brazos de un coro de bocinas de autos intentando abrirse paso por Boradway.

-A veces pienso que si hubiésemos llegado a cualquier otro lugar en este país probablemente me hubiera vuelto loco. Más loco de lo que estoy. – rió. Robert lo miró extrañado. –I like this city. I like big cities like this one, messy and real.

-Messy and real – repitió Rob. –real.

Hablaron de alguna cosa u otra. Robert vivía a unas cuadras de ahí comentaron; Carlos vivía en una torre de departamentos frente a Riverside Park. Apuraron el resto de sus bebidas. Carlos veía impacientemente la carátula de su reloj.

-Tengo que a ir por Carla. Vamos a ir de compras – Rob asintió y una pesadumbre ensimismada le cayó encima dejándole un vacío en el estómago. Carlos pidió su cuenta y pagó con un solo billete sin pedir cambio, tomó su sombrero y le dió una palmada al hombro. –Nos vemos. – dirigió sus pasos hacia la puerta revolvedera – Rob pensó que había algo trágico al ver su figura desaparecer engullida por el sol. Pidió otra cerveza y se sentó a beber en silencio. Seguía sintiendo un vacío extraño en el estómago. Intentó pensar en Kathy, en su trabajo. Intentó leer un artículo del periódico que había traído consigo pero no pudo dejar de ruminar en esa nada grande y hambrienta que acababa de instalarse en sus entrañas.

Había terminado la mitad de su bebida cuando sintió a alguien tocarle el hombro. Era Carlos.

-Los jueves en la noche organizo un grupo de literatura creativa en Columbia. Estás bienvenido. La mayoría son muchachos del undergrad. – Escribó una dirección detrás de una tarjeta de radiotaxis. Este es el lecture hall donde nos reunimos. Comenzamos a las 7 pm.

After un día lluvioso

There is rain on the road. Las llantas del auto dejan unas zanjas largas y profundas sobre la tierra húmeda al pasar. The air is clean, sweet and empty. Unas florecillas blancas descansan entre el pasto, brillando como perlas sobre terciopelo verde. A few clouds linger on top of us, gray and quiet, moving slowly through the space above us. El camino desemboca en la costa verdosa de un lago. I can see the dark silhouettes of fishermen casting their nets into the water. Sus barcazas de madera bailan oscuras sobre el agua como pedazos de hojarasca. The engine hums and behind me it leaves a trace of smoke.

Lo que nunca fuimos – Capítulo, Robert

Tenía la cabellera recogida en un nudo colgando detrás de su cabeza, reposando tranquilo sobre su nuca, perlas diamantinas brillando sobre sus labios y un trazo suave de rímel delineando sus ojos. Llevaba puesta una blusa blanca y un saco negro sobre una falda oscura que flotaba sobre el elástico de sus medias y las curvas negras de sus zapatos de tacón.

-¿Dónde estabas?

-En la oficina. ¿Te desperté?

-No. Estaba mirando la televisión.

-Es muy tarde Robert.

Se acercó a ella. Flotaba alrededor suyo el olor almendrado de su cuerpo.

-¿Mucho trabajo en la oficina?- Le dio un beso en la frente. Un ligero olor a cerveza, a multitud, a humo de cigarro, a bar le llegó a la nariz. Kathy volvió la cara hacia el otro lado antes de zafarse de su abrazo. Robert le alcanzó a bezar la mejilla izquierda.

-Si  ya sabes cómo es.  – dijo y luego calló. Recordó la llamada que había hecho unas horas antes. “No se encuentra aquí. Salió de la oficina hace algunas horas” Ella debió notar que algo se resistía a estallar en sus labios porque preguntó.

-¿Is there anything wrong? – Dos pares de ojos incendiando un espacio de dos metros.  Dentro de él, un monstruo intentaba salir. .. Asustado respondió.

-No- Robert recibió un beso en la mejilla antes de ver a Kathy dirigirse al baño de la habitación.

El agua corría por el lavamanos. La vio parada frente al espejo, algodón en mano, removiendo el maquillaje de sus ojos. El nudo de su pelo ahora vuelto una trenza bajaba como un río de oro por su espalda desnuda.

Viéndola ahí, desnudarse poco a poco en el acto rutinario de la noche le asaltó la sensación que aquel podría ser cualquier día de los últimos tres años.  Le fascinaba ese momento; ella frente al espejo, él viéndola desde la oscuridad de la habitación. Ella envuelta en el éter de luz blanca que rebotaba sobre las baldosas, fuera del mundo en un momento de solitaria intimidad, un momento solo compartido por él, héroe escondido entre las rocas observando a su ninfa tomar un baño en un arroyo lunar. Todo quedaba en blanco cuando la veía. Su pasado. Su futuro. Solo quedaba un presente, donde él  la contemplaba desde lejos mientras ella se veía a sí misma en la luna del espejo.

No pudo evitar sentir un suave hervor escalarle por el pecho.  La amaba. La adoraba. Pensó. “My Kathy”. Murmuró. Y quiso saltar de la cama, abrazarla, con un gesto suave rodear con el brazo su cadera mientras ella se veía al espejo y así ver el reflejo de sus dos rostros enlazarse en un beso. Un beso público en el universo de sus intimidades compartidas. Kathy cerró la puerta del baño. El rugido del inodoro la acompañó a su regreso a la habitación.

Se deslizó entre las sábanas. Los charcos grises de sus pupilas se entremezclaron por un momento antes que ella volviera la cabeza al otro lado. Robert sintió como si un balde de agua fría se hubiera derramado sobre su pecho.

-¿Algo que quieras contarme? – Ella dejó escapar una ligera temblorina . Robert desanudó su abrazo.

-No. Estoy muy cansada y es muy tarde. Lets sleep.

Robert permaneció despierto, el corazón latiendo con fuerza. Pensó en abrazarla de nuevo, pensó en recorrer a besos el sendero de su pecho hasta llegar a su ingle pero no sintió apetito.  Pensó de nuevo en esa voz diciendo “no está aquí, se fue de la oficina hace unas horas” y volvió a pensar en números y símbolos de acciones de bolsa danzando alrededor de una habitación gigantesca donde una multitud de corredores de bolsa gritaban precios y órdenes. Escuchó a Kathy roncar. Entonces cerró los ojos y sintió poco a poco un sueño intranquilo apoderarse de él.

Manos blancas

A mi hermana le decían que era muy bonita. Tenía los ojos azules y una piel blanca, lechosa y transparente. Yo nunca fui lindo ni guapo. Yo soy y era feo. Feo como una piedra. ¡Qué Chula es su hija señora!. Y yo sonreía, intentando acaparar la atención de su interlocutor con muecas y brincos. Nunca funcionaba.

Los fines de semana y los veranos en mi pueblo eran momentos mágicos. Cuando no había sesión en el colegio, jugábamos en la alberca del club del fraccionamiento. Echados como lagartijas al sol, o nadando como renacuajos nos quemábamos bajo un sol inclemente. Nunca usamos bloqueador porque esas cosas son para gringos pedorros de pieles sensibles.

Al cabo de muchos días de asoleado constante, notaba que la marca del calzón quedaba impresa como un pedazo de carne traslúcido y pálido en el área de mi piel que no había visto el sol. Decidí que ese color pálido del área que rodeaba mis genitales era el tono verdadero de mi piel y que la marca oscura que corría de mis manos a mi espalda baja era un artefacto apócrifo resultado del sol quemante de nuestras latitudes.

Así fué que comencé a ponerme bloqueador. Escurría una capa enorme de la crema blanca que mi mamá guardaba en el botiquín de la casa y que ostentaba, indicado en un cuadro naranja, de una protección de 75. Tal vez así el sol no me quemaría más y luego de un tiempo el color de mi toda mi piel sería como el color de mis nalgas.

Ese día le dije a mi mamá que saldría a caminar por el campo. Ella dijo que sí y yo salí a caminar por entre matorrales, zarzas y piedras. Me puse tanto bloqueador sobre la cara que el sudor le hizo caer a mis ojos y regresé a casa, a lavarme con un corredero de agua intentando deshacerme del exceso de crema que había caído sobre mis ojos.

Tenía miedo de parecer indio. Era un sentir injustificado. Al parecer mi piel no era tan oscura como para ser excluido del grupo de los blancos. Tal vez era eso, o tal vez crecí suficientemente alto, o tal vez mi apellido era una palabra en italiano, y no el común Pérez. En todo caso, yo no era suficientemente indio. No era tan indio como Pedro de la Cruz o José Ramón y nunca tuve problema alguno. Las niñas eran más inclementes. Las morenitas se juntaban en un lado del jardín, y las blanquitas al otro. Entre los niños, las consecuencias de ser indio se reducían a ser el último elegido para jugar futbol y uno que otro apodo haciendo referencia a Moctezuma o sus súbditos.

Los sábados por la mañana mi mamá y mi hermana prendían el televisor. Yo veía los infomerciales. De vez en vez anunciaban una crema milagrosa que rebajaría el color de mi piel en al menos dos tonos. Me fascinaba esa crema que luego de un mes de uso, podría volver mi piel del tono de una hoja en blanco. Aunque pensé seriamente en comprar un tubo del producto, nunca me armé del valor suficiente para hablar a la línea de teléfono que anunciaban. 01800 …

No poco después llegué a EUA y noté que mi piel se hacía pálida al cabo de unos meses de estar lejos de nuestro sol. Regresé a mi pueblo intentando ocultarme del ojo quemante de nuestro siempre presente astro, tratando de preservar la nueva palidez que había llegado a mi piel. Fracasé. Para las siguientes vacaciones no me escondí de nuevo. En gringolandia aprendí que a las güeritas les gustan los morenitos, y que el bronceado es más atractivo en estas latitudes de lo que uno podría sospechar.

Mis manos aún son negras. Las veo posándose sobre mi pecho y las encuentro quemadas y oscuras como un pedazo de carbón. Cuando las entrelazo entre esas manos blancas o las hago recorrer su cabellera rubia, exclamo. “Look. I am black” y ella sonríe y mueve su cabeza de lado a lado. “No, you are not black”

(Nombre)

Tiene una melena tupida que rodea unos labios llenos y carnosos. Muchos conocen esos labios que pronuncian discursos sobre la multitud en días de fiesta. Y son los mismos labios que aparecen en la TV o que vociferan en la radio todos los Sábados de 4 a 6. Siempre falto de tiempo, su mirada nerviosa se posa sobre las cosas sin fijarse en nada. Escucha sin escuchar y responde, ante el asombro del que habla, con perfecto conocimiento del tema de la conversación.
Prefiere los días nublados a las tardes de sol. Se le ve trabajar, escribiendo memorandos o atendiendo alguna embajada sentado frente al escritorio de su despacho. Encuentra particularmente placenteros los días en que, cuando el clima lo permite, puede ver el agua caer sobre las hojas del jardín de palacio.
Diez años atrás; cuando muró su madre, plantó una jacaranda frente a esa ventana. El árbol desborda de flores rojas en los meses de Junio a Agosto. Nunca le han gustado sus frutos largos y oscuros. Los manda podar tan pronto aparecen. Cuando la señora Mercedes Sosa murió decretó un día de luto nacional. Todas las banderas ondearon a media asta y la tropa desfiló por las calles a marcha de tambores y trompetas. En Panamá no cae nieve y las montañas se elevan apenas en suaves promontorios sobre el nivel de la costa. A (Nombre) le place cambiar esos veranos eternos por el dulce frescor de las nieves Alpinas. Es un esquiador de piés hábiles y mente ágil. Solo se ha roto la clavícula y el fémur en un accidente de poca importancia. Lo cual es impresionante si se considera que es un asiduo visitante de las pendientes heladas de las montañas Suizas.
Es moreno de tez, corto de estatura y de melena abundante. Mitad indio, mitad criollo. De sus ancestros mantiene una sola foto en su estudio, la del abuelo sevillano que habiendo despertado en medio de un sopor enfiebrecido cruzó el mar y murió ahogado en el limo verdoso del recién inaugurado canal de Panamá.
Prefiere se le fotografie en posiciones halagadoras que no revelen o hagan patente los centímetros que no tiene. Usa para ese efecto unos zapatos que él llama “gordos”, pero que no son sino un par de botas altas cuyo efecto es el de reducir ese débito constante que tiene con el creador. Nunca nadie ha hecho un comentario; burlesco o halagador, o tomado fotografía alguna de sus botas “gordas” porque ninguno quiere revivir la historia de Daniel Gutiérrez, su ex-secretario de hacienda.
A Daniel lo conoció en el colegio. Eran amigos, compadres del barrio. Crecieron juntos, bañándose en el río y ahogando tortugas a pedradas entre los juncos. (Nombre) mandó asesinar a Daniel Gutiérrez un martes 2 de Octubre. Lo agarraron esa mañana con el rosa del afeitado aún vivo sobre la cara. Lo fusilaron una hora más tarde y lo enterraron, envuelto en la bata de baño en que lo habían encontrado. (Nombre) no quiso ver el cuerpo. Le informaron de la muerte a las 2:31 pm del mismo día. Miró por sobre la sopa la cara de sapo constriñido del General Almeida y siguió comiendo. “Buen trabajo” dijo.

Él

Quienes lo han visto dicen que el palacio es una visión de ensueño, un pedazo de oro que flota sobre las montañas y entre las nubes. Diez mil peones lo construyeron cuentan en la capital. Subieron por las montañas en una fila larga, muy larga, de gente, camiones de material y bajó solo el polvo y la sospecha que lo único que había quedado de aquella serpiente humana eran los pisos rojos de SU residencia.
 
Dicen que nació como todos nosotros, desnudo y enrollado en el limo sangriento de la placenta de su madre, una campesina. Ese día el cielo parió una estrella. La escupió de entre sus entrañas y ha estado ahí, para recordarnos el día que él llegó al mundo. No soportó los azotes y el alcoholismo de su padre y corrió a refugiarse en la casa de su hermana en la capital apenas cumplidos los once años. Corrió, corrió por el campo y entre las zarzas y cruzó los Cárpatos a paso ligero, con zancadas largas por entre las rocas y sobre los riscos. Vio los valles y las montañas y los ríos y lagos y pueblos chicos y grandes de nuestro país. Y su corazón rebosaba de amor por la tierra que pisaba, por el cielo que le cobijaba, por la tierra y la carne y la sangre de la patria de la que padre sería. Y así, como una estrella que cae, descendió desde las montañas hasta el mundo de la capital, de los autos, de las máquinas, de las luchas obreras, de las injusticias eternas.
 
Yo nunca he oído su voz. Lo he visto en la televisión. Un metro sesenta y ocho, con abrigo de terciopelo y sombrero de piel. Solo una vez mamá lo ha escuchado. Dice que lo oyó hablar, murmurar, gritar, vociferar desde lo alto del balcón del palacio de gobierno. La plaza llena, abarrotada de gente, ondeando banderines rojos por el cuadrado entero, desbordándose por calles y calles de tela roja, banderines rojos, gorros rojos, y ojos rojos de poco dormir. Esperando desde la noche anterior los comités obreros revolucionarios los organizaron, a punta de lengüetazos de voz y sorbos de vino caliente, los sastres de este lado, los zapateros del otro, los maestros más allá. Él habló en medio del silencio de rojo habló de los días que permaneció preso. Habló de los días de su juventud, cuando la revolución llegó a las calles de la capital. Habló de los horrores que vivió en prisión, cuando el gobierno blanco le metió tras las rejas por comunista y revolucionario. Y habló de los años que vivió encerrado en una prisión del estado, en una celda diminuta de dos metros por dos.
 
A la mañana siguiente develaron una portentosa estatua encuestre. Y una más grande al año siguiente y otra más tarde. A veces jugamos a corretearnos por entre las patas enormes del caballo, pero otras solo vamos ahi, y alguien trae cigarros y fumamos uno o nos quedamos tirados bajo el fresco da esa panza monumental hasta que los guardias nos persiguen y salimos todos corriendo, con cigarrillos o sin ellos hasta que el parque se vuelve calle y los guardias regresan a ser guardias y nosotros a jugar pelota en algún callejón del barrio.
 
Yo no le tengo miedo pero mamá si. Tiene una imágen suya sobre la repisa de la chimenea y la veo rezar en voz tímida frente al altar improvisado. A veces llora, otras no. Y por qué le tiene miedo. Nunca responde, nunca me dice. Dice que las paredes oyen, los pisos oyen, los platos oyen. Todos oyen y luego se calla y no dice más. Pobre mamá. Papá dice que actúa raro desde que tío Dragos murió. Yo no lo ví mucho, pero dice mamá que andaba en malos pasos. Dice que decía muchas cosas, y que uno no debe decir tantas cosas si no hay nada que decir.
 
Algunos dicen que Él no existe. Dicen que es una invención del gobierno. Pero no es posible, porque todos los días lo veo en la escuela, viendonos a todos dede un cuadro sobre el pizarrón. Tío Dragos decía eso, pero ya no dice nada porque no tiene nada más que decir. Como dice mamá, no hay que decir tantas cosas si no se tiene nada que decir.