Lo que nunca fuimos – Joe y Troy

Esa noche Troy dejó el bar antes de las once. Había bebido poco y hablado demasiado. A Joe no le había parecido nada fuera de lo ordinario. En muchas otras ocasiones lo había visto hablar con ese impulso obsesivo que de vez en vez se alojaba en su pecho y al final de la noche salir del bar, o dejar el club y desaparecer conduciendo como un energúmeno de regreso a su casa.

Dijo que iba al baño pero Joe sabía que no sería así. Lo vio de reojo caminar hasta el water y permanecer un instante ahí para después desaparecer por la puerta principal del bar.

-Troy se ha ido- murmuró Joe a Dennise que se encontraba a su lado bebiendo de un vaso de cerveza.

La vio correr hasta la puerta principal y salir al estacionamiento al otro lado.

Una lengua de viento frío llegó hasta donde él se encontraba en el momento en que ella abrió la puerta.

Joe volvió la vista al líquido en su vaso de cerveza. En la superficie la espuma había desaparecido. Dio un trago largo.

Dennise volvió, la mirada baja, el cuerpo voluptuoso acomodándose en el asiento a su derecha frente al vaso de cerveza que no había terminado antes. Joe entendió que Troy se había ido sin ella. Le pareció que sería estúpido decir algo como “se fue”, así que en su lugar se quedó callado por un momento mientras ella, la vista fija en el mosaico de colores de botellas frente a la barra, pensaba alguna cosa u otra.

-¿Cómo te sientes? – Joe rompió el silencio luego de un rato.

-Yo estoy bien, pero me preocupa Troy.

Por alguna razón no lo había pensado antes pero de pronto sintió que sus labios se desenredaban y decían

-A mí también. – Ella dejó escapar una lágrima. Joe dejó que ella llorara acurrucada sobre su hombro por unos minutos.

El camino de regreso a la ciudad transcurrió en silencio. Ella miraba ensimismada a través de la ventana del copiloto. Él manejando con la vista fija en el pedazo de asfalto que se desenrollaba frente al auto.

-Es aquí- dijo Dennise. – Joe detuvo el vehículo frente a un edificio de fachada blanca y puertas de cristal.

-Gracias Joe – dijo ella antes de cerrar la puerta. La vio caminar hacia el edificio y desaparecer detrás de sus puertas de vidrio.

En el camino a su departamento no pudo dejar de pensar en Troy de pié frente a los baños del Muddy Pete antes de correr hacia el estacionamiento. Había algo que nunca había visto antes en la expresión de su rostro. Siguió pensando en eso el resto de la noche hasta que el sueño se apoderó de él.

Traces of a Story

Fireflies bobbing up and down a dark field. 

A white stable lit with yellow lights at night.

The car keeps driving and driving down a barren landscape until they stop at the edge of the highway to [blank].

Bob is a man that is related to her family history.

She looks at me from the other side of the table while I devour my scrambled eggs with bacon stripes. 

Text. “We shouldn’t see each other. I am feeling things towards you”. I let the phone slip back into my pocket.

Silence.

Hot outside, damp summer day. Sip, chat, sip. The music is very loud, and we can barely hear each other.

The yellow dress rolled up and we ended on the floor.

Silence again.

The beers showed up dripping spume over the bar. A drunken kiss tied and untied our lips by the subway’s entrance.

A southern house filled with potted plants and belonging to an old woman. The light filters through the windows and casts long shadows down the long corridors.

“Sup” I text. My friend pushes me towards the bar at the club where we are spending the night. The blue chat bubble lingers there for a second, unsent and undelivered until the network unclogs, and the message displays a “delivered” subtitle. She doesn’t reply until the next day.

I look at her sitting at the other side of the table as she eats her scallops. Red lipstick, a self-aware smile and careful movements of the fork and knife, barely leaving any metallic sound when touching her plate.

Kisses that have blossomed from a forgotten place, long, circular, and vulnerable. She says something “you are kissing me like …” without finishing the phrase. 

I knock on her window. Startled she opens the door. “I forgot my backpack”. I pick it up from her bedroom floor, kiss her goodbye and leave. The morning blows its cold wind on my face, waking me up.

El viento del Pacífico

Eché a andar por la banqueta. El viento frío que viene del Pacífico no dejaba de colarse entre las calles aún bajo el brillo de un sol demoledor.

Llegué no lejos de ahí al umbral de un restaurante de comida mexicana. Ya sentado a la mesa, alguien vino a tomar mi orden. Me soltaron unas palabras en inglés; algo así como, qué quiere usted. Respondí en español. La mesera anotó mi orden en una libreta pequeña, retiró el menú de mis manos y se marchó hacia la cocina. El lugar estaba casi vacío. Una familia comía cangrejos en una esquina del local. Yo me había sentado en medio de la nave y podía escuchar el vago rumor de sus risas.

Me marché de ahí atiborrado de camarones.

Di una vuelta por entre calles semi desiertas y bajo un sol que poco a poco dejaba sombras más largas.

Había por ahí un parque con aparatos de gimnasio hechos de acero reforzado. Me senté en uno de ellos y tiré de la manivela. El asiento subía y bajaba luego de cada uno de mis movimientos.

Regresé a mi cuarto de hotel. Las sábanas vueltas a doblar, las cortinas bloqueando lo que quedaba de luz solar. El olor a hotel viejo, a humedad imposible de remover y a productos de limpieza llenaba el aire de la habitación.

Tal vez algo, los camarones, me hicieron recordar aquella ocasión en que fuí con mi padre a Acapulco. Esa vez llegamos a un establecimiento a las orillas de la ciudad y comimos montañas de pulpo. Reimos, o tal vez rieron los amigos de mi padre al verme comer con tal desmesura.

Desde el cuarto de hotel se alcanza a ver el mar, una fina raya de azul a lo lejos. Es un mar helado de corrientes traicioneras. No como el mar en Acapulco, de arenas suaves y agua tibia.

Pedí un Uber para llegar al sitio de la conferencia. Ahí vi a Mark, tomamos dos cervezas en un establecimiento frente a las olas, frías. ¿Cómo has estado?. Bien. Bebí un sorbo de espuma. El viento del Pacífico golpeándonos la cara. Él sin darse cuenta, acostumbrado a los cielos nublados del Reino Unido. Yo congelándome. No dijimos mucho, reímos unas cuantas veces, acordándonos de las locuras de algún amigo en común u otro.

Decidí caminar de vuelta a mi hotel, pero pronto las figuras furtivas de la noche me hicieron reconsiderar mi decisión. En el trayecto de regreso, transitando por calles con nombres en español y letreros en inglés escuché primero a través de mis audífonos la canción “Pueblo Blanco” de Serrat, para luego cambiar a “The golden G string” de Miley Cyrus. Me gusta esa canción. No por lo que dice en su totalidad, que nunca le he prestado suficiente atención, sino porque en algún momento Miley canta, “Maybe caring for each other’s just too 1969”.

Volver

Una estación de tren rodeada de verde en un verano húmedo de Long Island. He llegado y espero en la plataforma donde un tren se detiene de tanto en tanto hasta que en la grava del estacionamiento escucho un chisporroteo. 

La camioneta echó a andar por un sendero bordeado del crecimiento azaroso de matorrales reverdecidos por las lluvias del verano. 

Dos perros de ojos gigantescos. Una abuela silenciosa que me devolvió un hola en un español salpicado de un acento caribeño. La casa de un blanco inmenso y con un patio que apenas me atreví a ver. Allá atrás más casas, y muy lejos, al menos yo imaginaba, las siluetas grises de los edificios de la ciudad. 

En el country club ella y yo pasamos el rato alrededor de la piscina. El agua brillando clara reverberando en una danza trémula luego de cada uno de nuestros clavados. 

Le sorprendió que supiera nadar. Le sorprendió que pudiera entrar al agua en un clavado con salpicadura mínima. Donde has aprendido, dijo. Aprendí, dije en una suerte de explicación diminuta.

La camioneta volvió por el mismo sendero de verdor desbocado de regreso a la estación de tren. 

-Vuelve a visitar. ¿Tal vez la próxima semana? – No recuerdo que dije. Probablemente asentí y le di un beso, pero no estoy seguro. Es posible que no haya dicho nada y me haya marchado de ahí, sin beso, sin abrazo, sin nada; tal vez porque su hermana menor nos miraba a través de la ventana del asiento de pasajeros de la camioneta.

Del trayecto que el tren hizo de regreso a la ciudad no recuerdo nada. 

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¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Diez, trece años? Volví la vista hacia el techo. Oscuro y gris, contornos indistinguibles. Pasé mi mano por la curva de su espalda hasta descansar sobre sus glúteos. Ella dormía. Su piel ahora dejaba una sensación plástica en mis manos, como alguna vez la mujer polaca de treinta años que a mis veinticuatro conocí en Londres. En aquella ocasión llegué a la oficina al día siguiente y declaré a mi compañero de trabajo, Jack, que en efecto la piel de aquella mujer había dejado en mis manos una sensación distinta a la de las muchachas de veintitantos que hasta entonces había conocido. A Jack, un hombre de treinta y tantos años en aquella época, tal vez poco le gustó el comentario y si me celebró mi aventura, probablemente lo hizo de forma tímida, casi formal.

A veces, el agua de la regadera cayendo sobre mí encuentro la misma sensación plástica en mi propia piel. Y luego me veo en el espejo del baño, la neblina de la ducha apenas desapareciendo y los contornos de mis tres canas trazando estrías blancas en mi cabello.

Ella despertó pocos minutos después. Nos quedamos un rato así, sin decir nada, los ojos pelados viendo las sombras de la habitación palpitar con el mismo frenesí que nuestras sienes. 

La besé de nuevo. El aleteo de sus labios fue breve y sentí que sus ojos vagaban en un espacio lejano, perdido en algún lugar donde sus memorias no tienen ninguna parte de mí. 

Con un movimiento abrupto su cuerpo de desprendió del mío. Buscó su pantalón y su blusa entre las ropas revueltas en el suelo y se ajustó las botas. 

Mientras esperábamos el Uber, nos miramos unas cuantas veces. Sus ojos cubiertos de una barrera mínima de cristal y un hilito de agua, infinitesimal, tal vez imaginario, corriendo por su mejilla. Yo no entiendo nada, pensé. Y la besé en la frente. Nada he entendido, nada, volví a pensar cuando el auto se detuvo frente a nosotros y ella se deslizó en el asiento trasero. Cuando el auto echó a andar, ella volvió la cabeza al lugar de la banqueta donde seguía yo parado y sonriendo me dijo adiós.