Estudio en Azul

La aeronave comenzó a dar vueltas en espiral. La pareja de novios salió disparada por la puerta de emergencia y cayó; como cae una hoja de papel al suelo, en el mar de espuma debajo. Girando, girando, las maletas rodaron en el espacio de la cabina, los tacones altos de las azafatas y los carritos de cafe rebotaron arriba, abajo, sobre los asientos y en el suelo.

Caímos. Cuando el mar entro en torrentes por las puertas partidas del avión, desabroché el seguro de mi cinturón y eché a andar por la cabina inundada. El agua se elevó hasta mis rodillas. Tenía ganas de orinar. Vi la luz verde del baño brillar al final del pasillo. Arrastré mis pasos a través del agua oscura. La puerta abrió con dificultad. Negro adentro.

Sentí un tirón debajo y vi mi cuerpo deslizarse por el pasillo oscuro hacia la puerta de emergencia y subir cientos de metros a traves de una montaña de agua hasta descansar flotando boca arriba bajo un cielo negro, sin nubes y preñado de estrellas.

Alcancé mi bolsillo izquierdo. No estaba ahí. Intenté en el derecho. Tampoco. Intenté en la bolsa trasera del pantalón. Mi pasaporte seguía conmigo. Cuando pasara por inmigración un hombre con calvicie pronuncidada lo vería, hojearía sus páginas, me vería con ojos de sapo y luego de preguntarme con rudeza programátrica qué hacía ahí y cuanto tiempo permanecería, me dejaría pasar.

Ahí estaba la pareja de novios que había caído del avión. Los vi flotar, murmurar y reir, arrullados por el suave vaiven del agua. Sus manos entrecruzadas en un nudo casi tan íntimo como su abrazo los había vuelto uno frente a la furia del mar. Grité. -Aquí estoy.- Grité de nuevo. -Aqui –  Intenté alcanzarlos pataleando. Los escuché susurrar, reír, mientras la corriente los arrastraba, enzarzados en un abrazo largo, lejos de mí.

El mar y su noche se llenaron de luz. Fulgores azulados y vapores marinos flotaban sobre el valle de olas. Sentí algo deslizarse sobre la piel de mi espalda. Contuve la respiración mientras miraba el vapor azul coagularse alrededor mío. Volví a sentir un tacto escamoso rozar mi pantorrilla.

Dos tiburones nadaban debajo. En circulos largos se revolvían trazando espirales profundas y de vez en vez veía el rastro de sus aletas limosas cortar el agua como una navaja de plata. Mi miedo se transformó en gritos, los gritos en silencio y el silencio en una modorra cada vez más pesada. Caí dormido.

Cuando llegó la luz del día; cayendo a chorros sobre la espuma, ellos aún nadaban debajo y alrededor mío. Entonces pronunciaron; con sus voces acuáticas, las sílabas de sus nombres y nadaron en círculos en derredor y debajo y sus aletas cortaron la piel del agua mientras yo miraba al ojo ardiente del cielo quemar las dunas ondulantes del océano.

Un chapoteo lejano se entremezcló con el del oleaje. El velero se acercó con las membranas de sus velas abiertas al sol. Harry y Toby aletearon dejando un camino de burbujas blancas trás de sí. Dos brazos tiraron de mi. Y sobre la borda descansé sientiendo el sol caer sobre mí y el agua resbalar por el entarimado hacia el suelo y de regreso al mar.

Jack era un hombre de barba rala y mirada azul. Pareciera que el agua, que le había rodeado tanto se hubiera vuelto parte de su iris. Hablaba poco y miraba lejos.

Una casa, un risco y un camino de piedra escalando el acantilado desde un muelle de roca. El cielo gris, la fumarola de una chimenea se escpaba de la casa y se deshacía en pedazos de nubes grises como las de tormenta arriba.

-Sientese. – Jack dio unos pasos por la cocina. Una claridad grisácea llenaba la alcoba. El mar aleteaba allá afuera. Jack me acercó una taza humeante de café mientras tomaba asiento frente a mí. Alcancé el bolsillo de mi pantalón. El pasaporte no estaba ahí. Jack refunfuñó y nos quedamos viendo. Él con esos ojos tatuados de mar y yo sorbiendo pequeños tragos mi taza humeante.

-¿Cómo acabó así?

-Caí – dije yo – caí de un aeroplano. – le relaté la historia de mi caida; la pareja de novios, la cabina vacía, Harry y Toby y la llegada de su velero. Entonces intenté mostrarle las estampas sobre mi pasaporte pero recordé que lo había perdido. – se cayó al mar – dije.

Dijimos una cosa u otra sobre la temporada de pesca. Esta vez la pesca no había sido muy buena. Las corrientes se llevaron los cardúmenes. Jack hablaba despacio. Hacía pausas largas que llenaba con miradas azules y brumosas. Pregunté cuanto hacía que había llegado a esa isleta. No recordaba dijo.

– Solo recuerdo el mar, grande y azul. Y recuerdo que llegamos en mi bote y era de noche o era de dia. Y recuerdo que el mar estaba picado o tranquilo y sin arrugas – Dejó que sus ojos se posaran sobre un espacio vacío de la mesa “Era de noche o era de día” pensé. Y sorbí otro trago de mi taza. No recordaba qué había sido, si noche o día, cuando el avión despegó y la pareja de novios se acurrucó hecha un ovillo en sus asientos. -¡Diana!- el chirriar de la puerta me arrancó un ligero sobresalto. – Lo encontré flotando. Ella me miró con sus ojos grandes y su boca fina cerrada en un capullo diminuto y rosado. De sus ojos escapaba un calor tranquilo y dulce.

-Debe estar cansado – yo asentí y me dejé llevar por un pasillo estrecho.

Cerró la puerta y la escuché alejarse. Mi cabeza oscilaba entre sueños espumosos y la reminiscencia del vaivén del mar. Lejos, un girar de olas se revolví acontra los riscos y el uluar del viento evocaba voces de sirenas y monstruos de mar. Me recosté sobre el catre y caí dormido.

La puerta se abrió. Hacía frio y tiritaba yo hecho un nudo envuelto en el edredón. Ella entró. Cada uno de sus pasos dejaba una impresión esponjosa en el aire Sentí su cuerpo caliente escurrirse entre las sábanas y palpitar junto al mío.

Le siguió la confusión del silencio y un murmurar quedo de mis entrañas. Y le siguió un alarido violento y un grito fuerte y más fuerte que crecía dentro y estallaba en el tacto de esa piel que me envolvía. A cada uno de mis avances le seguía un murmullo, un alarido quedo escapaba de su boca, como originado lejos, muy lejos dentro de su pecho, de sus carnes, de su vientre. Y sus ojos me veían sin ver y su cuerpo dormía apenas temblando al tacto de mi piel.

-Él me mandó, dijo que tenías frío.

Entonces la besé en el cuello, en los labios, en la punta de los senos. Y descendí en ósculos diminutos por su abdomen hasta la brevedad de su ingle.

De nuestras bocas apenas escapó un murmullo de semilla germinando en tierra seca. Y me quedé mirando ese rostro dormido cuyas pupilas tiritaban detrás de sus párpados entreabiertos.

La besé y sus labios respondieron con un ligero aleteo. Debía robarla, debíamos irnos, correr, salir de ahí, amarnos con furia y lejos de la clandestinidad de ese cuarto sin hornillo.

Y así un día y luego otro y en la noche escuchaba un sonar de pasos y ella entraba y un silencio grande me hacía callar mientras caían al suelo las mariposas muertas de sus prendas. Y nos amábamos sin hablar y ella me miraba sin verme y yo besaba sus párpados que recibían casi inmóviles un orgasmo tímido y silencioso.

Esa noche no escuché el sonido de sus pasos, solo una voz femenina enhebrando palabras indistinguibles detrás de mi puerta.

-Diana- dije a media voz. Pensé que lloraba y corrí a abrir la puerta. Era el mar que silbaba.

Avancé de puntillas por el pasillo oscuro. Jack dormía detrás de esa puerta al final. Una luz azulada escapaba del marco vacío de una habitación lateral . Las sábanas revueltas brillaban color zafiro y en el suelo aún sonaban los ecos de unos pasos presurosos. Diana no estaba ahí.

Seguí el rastro de ecos y pasos por el piso de madera y el camino de rocas que llevaba al muelle. Llegué al risco y era una noche azul, enorme, como el mar frente a mí y su furia de olas formando cordilleras de agua y valles de espuma.

Su figura brillaba, solitaria y azul sobre las rocas y frente al océano. – Diana- grité – Diana – corrí, pero el agua, la espuma y la sal devoraron mis gritos.

Entonces comenzó a andar y la vi caminar por las dunas de agua salada y grité su nombre hasta que su figura se volvió bruma y el azul de la noche se volvió negro y el mar se convirtió en una planicie oscura espolvoreada de constelaciones de puntos blancos y brillantes.

-Se ha ido – dijo Jack al colocar el plato sobre la mesa.

Una sudoración vidriosa cubria sus ojos.

No hablamos mas. Permanecimos ahí sentados uno frente al otro devorando a cucharadas largas el plato de avena.

-Se ha ido – repetí. Áfuera hacía un dia brillante. Una tormenta de sol se azotaba sobre las ventanas.

Echamos vela y el bote cortaba la piel del mar en dos mientras dejaba una cola de espuma detrás. Jack dejó la red caer al agua. A lo lejos los vi nadar, mano a mano. La pareja de novios pataleaba en dirección a occidente.

– Se han ido – dijo Jack mientras escrutinaba el horizonte con su catalejo.

Cuando la grua elevó las redes y un borbotón de destellos plateados llenó la cubierta del barco, reconocí los cuerpos limosos de Harry y Toby retorciéndose entre branquias abiertas y aletas de colores.

Cuando los arrojamos de vuelta al mar Jack siguió su recorrido con atención. Bajó el catalejo y murmuró.

– Se fueron – Y sus ojos miraron al horizonte, vacios y marinos.