La sacudida lo hizo despertar. El conductor le hizo saber que ahí terminaba el recorrido. Juan despertó con los ojos hechos vidrio y la boca reseca. Debían ser las seis de la mañana porque el día comenzaba a clarear y las paredes blancas de la estación brillaban azules.
-Bueno hombre déjame bajar. Espérame tantito – dijo mientras se echaba el saco de sus herramientas al hombro.
El frío le calaba los huesos. No estaba en Tepehuán, donde las mañanas despiertan siempre con la misma neblina gorda y tibia que baja desde el cerro como un aliento de las montañas y lo llena a uno de un calor fresco. En la capital las mañanas despiertan heladas, enhebradas entre el aliento de hielo que baja de los volcanes, a la orilla del valle.
Pepe los había citado temprano. La tarde anterior los había reunido frente a la obra. Echarían la losa muy temprano a la mañana siguiente.
Se levantó de un golpe al sonido de la alarma, tomó su surtido de herramientas y caminó a través del aliento de la noche hasta la estación del microbús.
-Hola. – cruzó saludos con el conductor y se arrimó hasta el fondo.
Casas grises, calles rotas, luces de un amarillo brillante alumbrando calles desiertas. El autobús se detuvo en solo un par de ocasiones. Las paradas desiertas pasaban de largo. Cabezas sin rostros iban y venían en los asientos posteriores.
Sonrió al pensar en su madre y en la paga que llegaría en pocos días. Se repitió, como lo hacía desde hacía meses, que le compraría esa lavadora que había visto.
Imaginó su llegada a Tepehuán en pocos días y con muchos billetes púrpura. La imaginó riendo en la puerta de su casa y abrazándole. Comerían en la mesa grande del patio y los vecinos, Don Pepe y Doña Rosa lo verían con recelo.
-Vean, les dije. Éste es Juan, mijo que se fue a la capital.
Y lo verían con curiosidad y tal vez con envidia porque Pepillo no había regresado a Tepehuán desde que partió, cinco años atrás, para los Estados Unidos. No habían oído hablar más de él. Desapareció, como desaparece el humo al extinguirse el fuego.
-Eso sí, le digo a Juan que le busque. Que cambie de negocio, que está muy matada la obra. Le pagan bien pero no nos alcanza a César y a mí. – Y su hermano, César, asentiría mientras daba un trago a su cerveza y Juan se levantaría a servirse más frijoles sintiendo cuatro pares de ojos mirarle caminar.
-A Sabinita yo le pago la escuela – le había dicho a Carlos aquella noche. – Ándele sírvame otra chela.
Callaron un rato y Juan fijó la vista en el pedazo de luz que manaba de la única lámpara que colgaba del techo.
-El pendejo de mi hermano la embarazó. Yo le dije al cabrón que se cuidara, que no se podía, que cómo le iba a hacer. Y es que está cabrón. Está muy cabrón. Y mírame así manteniéndolos con 5000 pesos al mes.
Callaron.
-Y … – Juan lo interrumpió.
-No quiere trabajar. Lo intentó. Lo intentamos, pero al muy cabrón lo cacharon fumando mota en la trastienda. – Silencio. El ruido del local se devoró sus palabras y el ardor del alcohol comenzaba a escalar por su garganta. – Pero no creas que no lo quiero güey. Medio pendejo y todo pero es mi hermano. Yo Carlos. Yo lo vi al cabrón cuando llegó llorando a la casa. Me dijo quiénes eran y los fuimos a madrear. Les dimos en toda su madre a esos cabrones. – rio – eran muchos y nosotros solo dos. Les metimos un pinche susto. No mames – rieron – Perdóname por andar diciendo pendejadas, que ya ando medio pedo. Pero así es. Así es esta perra vida.
Caminó con paso apurado hacia el sitio de la obra. Estaban reunidos en un círculo. Pepe gritaba dando instrucciones.
-Miren quién viene allá. Pinche Juanito, anda córrele. Allá vienen los camiones de cemento, los dejan pasar y lo cuelan sobre la varilla. Ya saben cómo funciona.
Entonces entraron los camiones cargados de mezcla en sus estómagos giratorios.
César tocó a la puerta del licenciado. Le hicieron esperar una hora en una silla pequeña frente a un garrafón de agua con conos de papel. Tomó uno, dos, tres conos de agua y los hizo una pelota de papel entre sus dedos.
-Juan cuidado- gritaron unas voces. Pero él, ocupado en balancearse sobre la tabla no escuchó nada.
El resto del accidente sucedió demasiado rápido. La varilla cedió al peso de la mezcla y el techo se derrumbó devorando entre el cemento fresco los andamios.
-Murió asfixiado – leyó el licenciado sorbiendo su taza de café y ajustando la posición de su corbata.
-Se lo tragó el cemento licenciado. Lo hubiera visto cuando lo sacaron todo cubierto…
-A ver – dijo el otro, interrumpiéndole con el brusco cerrar de su carpeta de papeles. – ¿Qué quieres?
Afuera el día brillaba entre las ramas de una jacaranda que se agitaba en una llamarada púrpura.
-Pues mire licenciado. Yo solo quiero enterrar a mi hermano y pues – tragó saliva – yo pensé que la compañía nos iba a ayudar
-Mira. ¿César verdad? – el otro asintió- si te parece yo me comprometo a que la compañía te dé – se puso de pie, dio algunos pasos por la habitación le dio una rápida ojeada y soltó – cinco mil pesos por los gastos del entierro,
-Uy licenciado. Si nomás del entierro van a ser como diez mil. Y es que nuestro pueblo, Tepehuán, está lejos. Y luego hay que velarlo .. .
-¿Y cómo cuánto crees que…? A ver dime, ¿Cuánto le calculas?
-Pues no sé licenciado. Más o menos unos veinte.
-Mira. ¿César, verdad?
-Si licenciado. Me llamo César.
-Ahora la compañía anda en una situación difícil. Es complicado para nosotros. – pausa – Sí me acuerdo bien de Juanito. Con tu permiso le voy a llamar así, que así lo conocí. Vino acá y se sentó en esa silla. Ahí donde estás sentado. Le dimos trabajo. Quería trabajar en la obra y le advertí. ¿César’?
-Si licenciado
-Yo le dije que de corazón le daba un puesto si eso era lo que él quería. Y me dijo que sí. Dijo que era lo que quería y lo le di trabajo. No les podemos pagar mucho ¿sabes?. Hay muchos problemas ahora y con las trabas del gobierno y los costos del material no salen las cuentas. No salen. Mira. Yo quiero ayudarte y además me caes bien porque a Juanito lo querían allá en la obra. Hasta le decían el Vandam por aventado. Te vamos a dar once mil pesos. Pero no me pidas más que no tengo ni te vamos a dar. Ahora que se cayó la pendeja construcción va a ser un gastadero. – Firmó el cheque y lo hizo pasar al otro lado de la mesa – Muchas gracias por venir.
-Licenciado – dijo César sosteniendo el marco de la puerta – Me dijeron que Juan tenía un seguro y que…
-¿Quién te dijo eso?
César dudó un instante
-Nadie licenciado. Nadie. Le tendió la mano al licenciado que había abandonado su escritorio.
-No hay seguro César, así que vete olvidado de eso – César sintió un fajo de papeles entre sus dedos. Cuando el saludo se desvaneció, guardó los billetes púrpura en su morral.
-Nos vemos licenciado. – Se arregló la gorra y salió del lugar.
La gente de la funeraria limpió del rostro de Juan los restos de cemento. Eligieron un ataúd negro de acabados plateados. Detrás de la caja y bajo una letanía de cuadros con motivos campestres descansaba un ramo de claveles blancos.
-Anda dime, ¿Qué te dijo el licenciado?
-Nada. Me dio once mil pesos y me vine para Tepehuán.
La misa había comenzado. El padre comenzó a recitar sus plegarias en voz suave.
-¿Y el seguro? ¿No te contaron del seguro César?
-No madre. Nadie dijo nada. – soltó César luego de una larga pausa. Alargó el brazo y sintió vibrar en su bolsillo un fajo de billetes de mil pesos. – El licenciado no mencionó nada de eso, pero ya veremos.
-Ya veremos – repitió su madre.