La otra costa

Bud se acercó a la barandilla. Allá abajo el agua corría hecha un remolino azul y plateado y al fondo, entre veleros que aleteaban suavemente sobre el agua tranquila, un sol grande comenzaba su descenso hacia el horizonte.

Manhattan estaba lejos. La silueta de la Freedom Tower era apenas visible, envuelta en la bruma de niebla, humo y sal que se desplaza como una nata perenne sobre la ciudad. El aire le bañaba el rostro con su aliento fresco. Olivia tomó la bicicleta y echó a andar.

-Vamos. Nos falta cruzar el puente. Es allá debajo.

Su índice apuntó a una playa de arena gris sobre la ribera del Hudson. El verano se dejaba caer con sus aromas verdes. El campo sudaba un sabor a hierba y exhalaba un tibio olor a mar.

-¿Qué hacen aquí? Esta es una playa privada. – un grupo de niños jugaba a construir castillos de arena. La mujer les indicó como llegar a la playa pública.

Ahí donde volaban los cometas se agrupaba una multitud frente al pedazo de mar verde que oscilaba entre unas rocas cubiertas de algas.

Olivia intentaba remontar las olas. Bud dejó que el agua le mojara el cuerpo. Delante, el mar se abría verde, oloroso y vasto. Detrás, los ruidos de la playa se mezclaban con el revolvedero de las olas entre la arena.

Se abrieron paso entre vestidos de noche y trajes, gritos, miradas extraviadas y vasos largos de bebidas fosforescentes. Las vieron conversar en un grupo cerca del bar.

-Diles a estas dos que si son rusas.

Bud tomó del hombro a una de ellas.

-Priviet.

Ellas lo miraron con incredulidad.

-¿Son rusas?. -Las tres muchachas asintieron. Escuchó sus nombres y los olvidó de inmediato. Entabló conversación con la muchacha más cercana.

Esos ojos nevados lo miraban desde una estepa grande y helada. Pensó en un espacio blanco, apenas manchado por un diminuto punto rojo; una catedral de caramelo en medio de una estepa nevada. Pensó en Moscú y en la Plaza Roja y en los bonos de fondos rusos que compraba y vendía en su trabajo. Y pensó en esas piernas bien moldeadas, y esos senos que se adivinaban redondos bajo su vestido blanco.

-¿Qué hacen?

-Trabajo en una oficina dental – dijo una de ellas. Las otras dos asintieron. Tres pares de ojos lo miraban con atención. Sintió una leve erupción en el sexo y un tirón en la espalda.

-Bud. ¡Bud! – la conversación se cortó de tajo mientras Franz lo arrastraba entre la multitud.

-Te apuesto lo que quieras a que eran prostitutas.

Bud asintió confundido, luego pensó un instante y volvió a asentir.

-Supongo.

-Vamos por una bebida. Tu pagas.

Se acercaron al bar.

-Dos vodkas con naranja.

-Es una mierda ser estudiante de posgrado. Cada vez que me preguntan que hago y contesto que estudio en Columbia, es como si subieran al balcón. Sí, a ese balcón de ahí, se bajaran los pantalones y cagaran en mi. – Bud no aguantó la risa. – Man. Tú no tienes que mentir. Trabajas en finanzas. – Sorbieron de sus vasos hasta que el líquido desapareció entre los cubos de hielo.

-¿Otra ronda? – dijo Bud entre risas – Yo pago.

Un hombre musitó algunas palabras ininteligibles desde su urinal. Bud echó a reír, mientras el chorro de su orina se revolvía con el líquido amarillento que otras vejigas habían drenado antes que él. Un par de ojos mareados lo miró al lavarse las manos. Profirió un insulto a su propio reflejo y salió tambaleándose del baño.

-¿Quién eres tú? – dijo de pronto al encontrársela frente a frente. Ella soltó una risita nerviosa y dio un trago a su vaso. Estaba sola y subía por la escalera que llevaba al segundo piso del club.

-Tú dime. ¿Quién eres tú? – Él la miró con sorpresa.

-¿No me conoces?

-No. – Ella comenzó a andar por la escalera. Bud se pasó la mano por el pelo, una vez, otra, tragó saliva y dejó que ella siguiera andando hasta perderse de vista. No la volvió a ver.

-¿Donde está Franz? – dijo, interrumpiendo a Karl que cuchicheaba en un rincón con una muchacha de pelo rubio y pechos voluminosos.

Karl dijo algo, pero sus palabras se perdieron en el ruido que manaba de las bocinas y señaló con el dedo un grupo de chicas que se había apostado cerca del bar.

Bud calculó sus posibilidades. Tres hombres rondaban al grupo. Ellas eran cinco. Dos afroamericanos, “pocas posibilidades”, pensó. Ellas eran tres asiáticas y dos muchachas blancas, una rubia y la otra de cabello oscuro.

Cruzó miradas con una de ellas. El café meloso de sus ojos largos se posaron sobre los suyos. Una, dos veces. Pidió una botella de cerveza, y dio un trago largo antes de acercarse y enroscar su brazo alrededor de una cadera enfundada en una falda corta .

Dijo cualquier cosa. El local vibraba con el sonido del último hit. Intercambiaron unas cuantas palabras.

-Bud. – Sus ojos cafés hicieron una pausa.

-Olivia.

Ella, él, y sus cuchicheos se entremezclaban con el griterío del caótico barullo que los rodeaba.

Sintió un leve tacto en el hombro. Franz apareció entre el grupo de muchachas que se arremolinaba entre los dos. Estrechó la cadera de la chica de cabellos rubios y dijo alguna cosa u otra que terminó en una risa explosiva de todas ellas.

-¿Y qué hacen ustedes?

-Yo trabajo en finanzas. – dijo Bud sorbiendo de la boca de su cerveza.

-Yo no hago nada. – dijo Franz- salgo de fiesta.

-¿De verdad? – Él guiñó un ojo.

Entre las hierbas y los macetones flotaba el humo de los cigarrillos. La cauda de la música llegaba desde el piso inferior, enhebrada entre un cacareo de gente y vasos, risas y pasos.

-¿Te llamabas Olivia?

-Si. – dijo ella. Callaron.

Dentro de él hervía una marea tibia de cerveza y vodka.

La tomó entre sus brazos y la arrimó hacia sí. Le plantó un beso y sintió sus labios responder, enredándose entre los suyos.

Extrajo un cajetilla de su bolsillo.

-No fumo.- Dijo ella.

El humo tejió un velo de blanco en la noche y se deshizo en el aire del verano.

Apuntó hacia el vacío.

-¿Ves esa torre al lado del Empire State? Allá vivo.

Olivia se había graduado de la Escuela Tisch de Artes y Diseño. Quería actuar en la televisión o en el cine. Tenía una sonrisa linda pensó Bud y una expresión dulce de ojos soñadores.

Le alcanzó la jarra de agua. El chorro de líquido brilló al caer en un remolino de cubos de hielo. El jugo de naranja, naranja, el café, humeante, la terraza, luminosa.

-No me he ido a California porque todavía creo en Nueva York …  – El reflejo de la luz sobre los cubiertos le hizo cerrar los ojos.

Luego ella habló sobre el restaurante en que trabajaba. Él escuchó mientras pensaba en el torbellino de símbolos, líneas y puntos luminosos que corren por las terminales de Bloomberg. La tomó de la mano y comenzaron a andar. El sol vibraba entre las ramas de los árboles y un aire casi líquido de brisa suave los envolvía en un abrazo casi tan íntimo como el eco de sus pasos cercanos.

Detrás de la baranda y del golpeteo de sus besos una de las lagunas de Central Park giraba y brillaba tranquila bajo el sol.

Un chorro de agua escalaba al cielo y descendía echo pedazos de cristal en medio del estanque. De los árboles caían frutos rojos y sus pulpas yacían rotas y deshechas sobre el lodo.

-Cuidado- dijo Bud señalando un pedazo de rojo hecho una pulpa lodosa por los pasos de una miríada de caminantes anónimos.

-Me gusta el parque. – dijo ella

-¿Si?

-Pareciera que no estamos en Nueva York.

-Quiero – dijo Olivia – Quiero tantas cosas que a veces no sé …

– Lo sé.

La playa, llena de rumores de viento, risas y juegos los envolvió. Callaron.

– Allá, al otro  lado del mar, está Europa. – Olivia rió. – Cómo quisiera poder escapar en este instante,  ir en este momento a París, o al sur de Francia, o a la costa italiana. Hace tanto tiempo que estoy aquí que no recuerdo ya …

-Mira. – lo interrumpió ella. Un niño construía un castillo de arena. Otro intentaba erigir una muralla de tierra que las olas disolvían una y otra vez.

-Quiero tantas cosas Olivia, tantas, que quisiera no quererlas más.