Rumores de humo

-Disculpe usted. Le podemos hacer una pregunta – Un escalofrío recorrió el marco de la puerta al cerrarse. Desde arriba les caía un sol tremendo. Manuel se ajustó la gorra. Sudaba. Pedro escribía en una libreta.
-Toca de nuevo. – Pedro dio dos golpes leves sobre la puerta de metal. Se escuchó un tintineo de vajilla y unas voces que decían algo inaudible. Luego no se escuchó nada. Manuel dobló el papel por la mitad. Pedro dejó de escribir en su libreta.
-Vámonos. No nos quieren abrir. – Manuel se abanicó con el papel. Echó una ojeada a la lista de preguntas y suspiró. 
-Llevamos solo dos folios completos y cinco más nos han cerrado la puerta. ¿Y si toco de nuevo? 
-No Manu. Ya vámonos. No nos quieren abrir. – Pedro comenzó a andar por el camino de tierra. 
-Ni modo. Vámonos. – Un hombre pasaba por la calle. Les echó una ojeada y siguió de largo. Pedro insertó su libreta con meticulosa atención en el compartimento lateral de su portafolio. Se ajustaron las gorras azules y caminaron hacia la casa que Manuel había señalado, unos metros más abajo.
No supieron de donde había salido el perro hasta que lo vieron gruñendo con los dientes pelados. 
-Pinche perro. Sáquese. – el perro siguió gruñendo. Pedro dio unos pasos atrás. 
-Manuel, dile que se vaya. 
Se escuchó un chasquido. El animal comenzó a ladrar. Un hombre entreabrió el portón.
-Qué hacen aquí.
-Disculpe usted. Mi nombre es Manuel Aquino y este es mi colega Pedro Aquino. Venimos a Cocula de parte de la casa encuestadora X a hacer un estudio de mercado. Le agradeceríamos que tuviera la bondad de responder unas preguntas. – Le tendió la mano. El hombre le soltó un golpe al animal que ladraba. 
-Cállese Joni. Ándele váyase pa’allá. Ándele. – el perro soltó un chillido y se fue, contoneándose con la cabeza gacha y las orejas caídas. – El Joni anda todo alborotado. 
Pasó de largo una camioneta. La conversación se detuvo. Las placas decían Puebla, México. El Joni se echó al suelo, jadeaba. Y el hombre siguió el auto con la mirada hasta que desapareció. Se volvió hacia los dos. 
-No güeritos. Aquí no – Los despidió de un portazo. El perro se despabiló. Pedro salió corriendo cuando le vio levantarse. Corrieron hasta que los ladridos del Joni amainaron y vieron al perro regresar y echarse sobre su lecho de tierra.
-Ya tranquilo. El perro ya se calmó. – Pedro se había tropezado. Manuel le extendió la mano para ayudarle a levantarse. -No seas coyón Pedrito. Ese perro no hace nada. Mira. Vamos para allá. Esa casa está linda. A ver si nos abren. – El empedrado del camino se hizo más denso y las casas se apretujaban cada vez más detrás de una banqueta mínima. Se detuvieron bajo la sombra de un tabachín -Hace un chingo de calor. – Pedro no dijo nada. –Mira allá está el zócalo. No quieres ir. A lo mejor venden helados. – Pedro no dijo nada.- Qué traes.
-Nada. Este señor me dio mala espina. – Manuel volvió la mirada – ¿No viste cuando pasó la camioneta? 
-Qué hizo. 
-Nada güey. No me gustó.
-Ya Pedrito. No andes de paranoico. 
Tocaron a la puerta. Vieron la cortina del segundo piso parpadear una vez, luego nada. Tocaron de nuevo. Nada sucedió. La puerta permaneció cerrada. 
-No grites Manu. – Pedro no dejaba de ver la ventana del segundo piso.
-Andas muy asustado. Les toco una vez más y nos vamos.
-A ver, dígame usted. ¿A qué hora llegaron a Cocula los hermanos Aquino? – El hombre arregló unos papeles sobre la mesita, extrajo un bolígrafo de su bolsillo, se ajustó los lentes y continuó – ¿Necesita algo?, ¿agua?, ¿una coca? 
-No patrón. – Tragó saliva- Yo los vi como a las dos. Andaban caminando por la calle. Y se veía que traían prisa o algo porque andaban corriendo.
Las piedras calientes ardían bajo sus pies y arriba brillaba un cielo transparente. Algunas aves de vuelo raudo flotaban, orbitando en círculos largos sobre sus cabezas. Escucharon un tronadero de guijarros. Volvieron la cabeza. Una suburban negra transitaba por el empedrado. 
-Güey, es la misma camioneta. – Puebla, México decían las placas. Las pupilas del conductor se deslizaron de Pedro a Manuel, de Manuel a Pedro, y de Pedro al camino frente a él. 
-Ya Pedrito. Ya cálmate. Mira, vamos al zócalo, vemos el kiosco, intentamos encuestar unas cuantas casas más y nos vamos al DF. Nos va a cagar el Edu si no le llevamos nada.- Lo tomó de la mano y lo arrastró por la calle. 
-Mire jefe, yo nomás me quedé ahí. Tocaron a la puerta de la casa como a las 3. Los vi abajo, esperando. Uno de ellos gritó algo. Yo no entendí lo que decía. Le dije a Toña que no abriera. No fuera a ser. Luego se fueron. – El hombre escribió algo en su libreta antes de interrumpirle.
-Es decir. Usted tenía sospechas de los hermanos Aquino. 
-Si. 
-Y esas sospechas se debían a que… 
-Pues nomás jefe. Había un rumor. Uno nunca sabe. 
-Un rumor. 
-Si. Un rumor. Se alborotaron todos en el pueblo cuando los muchachos llegaron.
-¿Así nada más? –Se ajustó los lentes y escribió algo. Miró al otro con incredulidad. – Quién los alborotó. 
-De cuál quiere.
-Yo una de limón. Y tú Pedro. 
-Nada.
Se sentaron sobre los arabescos de una de las cuatro bancas de metal blanco que rodeaban al kiosco. A un lado la presidencia municipal y al otro una modesta capilla de piedra. Pétalos rojos de Nochebuenas se desbordaban de cubos de cemento blanco bajo los arcos de la entrada. 
Se escuchó un chiflido. Pedro se alzó en un instante. Manuel volvió la vista. Les llegó un cacareo de voces que fue creciendo hasta que vieron un grupo nutrido de gente bajar desde una de las arterias que desembocaba en el zócalo.
-Nadie nos alborotó. Por ahí andaban diciendo que eran secuestradores y la gente se puso brava.
– Qué les hicieron. – Hubo un silencio incómodo. Los dos hombres quedaron cara a cara hasta que el entrevistado apartó la vista. El reportero prosiguió. -Tú en confianza. Yo sólo quiero saber qué pasó. Lo escribimos, lo archivamos y nos olvidamos de todo. 
– Los vimos ahí sentados en el zócalo. Entonces llegamos. Y llegaron los municipales. Ya les habían avisado.
-Tráiganlos. – dijo el oficial. La gente rugía. Pedro y Manuel caminaron detrás de él. Otros policías intentaban apaciguar a la multitud que gritaba. La puerta se cerró detrás de ellos. Los gritos llegaban con un rumor sordo. Subieron unas escaleras y entraron en una oficina. 
-Están en un pedote. – dijo el oficial. Manuel miró de reojo a su hermano. Pedro intentaba contener las lágrimas. 
-Los policías los escondieron en la municipal. Aporreamos la puerta y no nos dejaban entrar.
Manuel rodeó con el brazo a Pedro que lloraba. 
-Ya tranquilo. Ya Pedro. No va a pasar nada. Ahora que traigan a los estatales como dijo el oficial.- Olía a humo. Se escuchó un aporreo, luego unas voces que crecían en intensidad y unos pasos apresurados que subían por la escalera. Se escondieron debajo de la mesa. 
-Alguien trajo gasolina. Cuando la puerta se quemó entramos al edificio. Ahí los agarramos.
-Sáquenlos de ahí. – Un hombre les hizo salir a gatas de su escondite. A empujones los bajaron por las escaleras, cruzaron el portal carbonizado y llegaron al zócalo. 
-Cállense. – dijo alguien. Los arrojaron al suelo.
Alguien trajo una cuerda y otro los amarró al barandal del kiosco. 
Manuel le tendió una mano a Pedro. 
-Les echamos gasolina y los quemamos.