El gorrión se posó en la silla. Sus ojos de obsidiana saltaron de un lado al otro buscando migajas de pan sobre las mesas y en el suelo. Voló hasta el cemento debajo y en saltos cortos se movió entre las piernas de los comensales. Fué entonces al acercarse a mi que me di cuenta que sostenía el peso de su cuerpo sobre una sola pata. La otra yacía debajo de su abdomen enrollada en una espiral de escamas y uñas. Perdió ese miembro tal vez al enredarse en alguna cosa suelta o como resultado del ataque de algún otro animal. No es posible saberlo.
A pesar de la vivacidad de sus saltos y de la curiosidad desbocada de sus movimientos fue imposible no pensar en lo precario de su condición. Falta solo que sufriera una pequeña lesión en la pata restante para que el gorrioncillo quedara imobilizado sin capacidad para encontrar alimento y a merced de otras criaturas hambrientas. El pájaro brincó unas cuantas veces, se acercó a la mano que había yo acercado a su figura pretendiendo tener algunas migajas dentro de la palma entrecerrada. Con sus ojos negros examinó mi mano vacía y luego de dar un brinco se alejó de mí y echó a volar.