Sentados lado a lado bajo la luz tímida de aquel bar hablábamos en voz baja. El encargado de la barra se aparecía de tanto en tanto a preguntar si estábamos satisfechos con nuestras órdenes.
El sabor de su boca flotaba como un hálito suave entre los dos. “Sabor a ella”, pensé en esas mañanas blancas, despertando los dos bajo el mismo techo, enredados en un abrazo somnoliento con los rayos del sol apenas filtrándose en una pequeña cascada a través de las persianas, mientras sus ojos verdes nadaban perdidos en sueños distantes y mi insomnio pataleaba en el pantano del presente.
-Una más. -Sentí el líquido bajar por mi garganta y alojarse en mi cerebro. Una aureola dorada se alojó en las luces del establecimiento.
Me contó sus historias; luciérnagas titilando en un campo nocturno, un auto corriendo a velocidad descomunal a través de una planicie inmensa y Bob, un hombre de pocas palabras por quien su madre abandonó a su padre.
Infinidad. Hay un momento en que esa palabra hace círculos en mi paladar cuando pienso en ella y en esa planicie inmensa donde el automóvil de su juventud rueda en una carrera alucinante.
Esa sensación expansiva desaparece tan pronto como escucho una voz que pregunta si quiero una bebida más.
No, pienso. No!. Un nudo se desbarata dentro de mí al sentir que ella desliza sus dedos sobre mi muslo y mis labios piden una cerveza más. La espuma se derrama sobre la barra tan pronto la bebida llega frente a mí.
La besé una vez, tal vez dos. Sus labios traían el mismo sabor agrio de su aliento. Es un sabor que había sentido antes. Esta vez se quedó ahí en mi boca, tejiendo telarañas enmarañadas con la espuma de la cerveza.
Afuera un viento fresco nos pegó en la cara. La estación del subterráneo no se encontraba muy lejos. Nos quedamos ahí, mi brazo alrededor de su cintura, sus labios sobre los míos.
Dijo que no. No vendría conmigo esa noche. Por qué no vienes tú.
Me tengo que ir dije, mientras sus ojos verdes brillaban bajo las luces de la calle y una erección tremenda pulsaba en mis pantalones.
Las farolas sobre las vías del metro brillaban con una luz amarillenta. El vagón del tren olía a meados y las barras del pasamanos dejaban los dedos embarrados de una sensación pegajosa.
Me envió un mensaje mientras el metro cruzaba el túnel debajo del río. “Buenas noches” dijo. La burbuja azul del chat brilló entre mis manos por algunos segundos. Dejé el mensaje en visto y caminé, sintiendo el burbujeo del alcohol hormiguear en mi cerebro en el camino a casa.