Una estación de tren rodeada de verde en un verano húmedo de Long Island. He llegado y espero en la plataforma donde un tren se detiene de tanto en tanto hasta que en la grava del estacionamiento escucho un chisporroteo.
La camioneta echó a andar por un sendero bordeado del crecimiento azaroso de matorrales reverdecidos por las lluvias del verano.
Dos perros de ojos gigantescos. Una abuela silenciosa que me devolvió un hola en un español salpicado de un acento caribeño. La casa de un blanco inmenso y con un patio que apenas me atreví a ver. Allá atrás más casas, y muy lejos, al menos yo imaginaba, las siluetas grises de los edificios de la ciudad.
En el country club ella y yo pasamos el rato alrededor de la piscina. El agua brillando clara reverberando en una danza trémula luego de cada uno de nuestros clavados.
Le sorprendió que supiera nadar. Le sorprendió que pudiera entrar al agua en un clavado con salpicadura mínima. Donde has aprendido, dijo. Aprendí, dije en una suerte de explicación diminuta.
La camioneta volvió por el mismo sendero de verdor desbocado de regreso a la estación de tren.
-Vuelve a visitar. ¿Tal vez la próxima semana? – No recuerdo que dije. Probablemente asentí y le di un beso, pero no estoy seguro. Es posible que no haya dicho nada y me haya marchado de ahí, sin beso, sin abrazo, sin nada; tal vez porque su hermana menor nos miraba a través de la ventana del asiento de pasajeros de la camioneta.
Del trayecto que el tren hizo de regreso a la ciudad no recuerdo nada.
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¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Diez, trece años? Volví la vista hacia el techo. Oscuro y gris, contornos indistinguibles. Pasé mi mano por la curva de su espalda hasta descansar sobre sus glúteos. Ella dormía. Su piel ahora dejaba una sensación plástica en mis manos, como alguna vez la mujer polaca de treinta años que a mis veinticuatro conocí en Londres. En aquella ocasión llegué a la oficina al día siguiente y declaré a mi compañero de trabajo, Jack, que en efecto la piel de aquella mujer había dejado en mis manos una sensación distinta a la de las muchachas de veintitantos que hasta entonces había conocido. A Jack, un hombre de treinta y tantos años en aquella época, tal vez poco le gustó el comentario y si me celebró mi aventura, probablemente lo hizo de forma tímida, casi formal.
A veces, el agua de la regadera cayendo sobre mí encuentro la misma sensación plástica en mi propia piel. Y luego me veo en el espejo del baño, la neblina de la ducha apenas desapareciendo y los contornos de mis tres canas trazando estrías blancas en mi cabello.
Ella despertó pocos minutos después. Nos quedamos un rato así, sin decir nada, los ojos pelados viendo las sombras de la habitación palpitar con el mismo frenesí que nuestras sienes.
La besé de nuevo. El aleteo de sus labios fue breve y sentí que sus ojos vagaban en un espacio lejano, perdido en algún lugar donde sus memorias no tienen ninguna parte de mí.
Con un movimiento abrupto su cuerpo de desprendió del mío. Buscó su pantalón y su blusa entre las ropas revueltas en el suelo y se ajustó las botas.
Mientras esperábamos el Uber, nos miramos unas cuantas veces. Sus ojos cubiertos de una barrera mínima de cristal y un hilito de agua, infinitesimal, tal vez imaginario, corriendo por su mejilla. Yo no entiendo nada, pensé. Y la besé en la frente. Nada he entendido, nada, volví a pensar cuando el auto se detuvo frente a nosotros y ella se deslizó en el asiento trasero. Cuando el auto echó a andar, ella volvió la cabeza al lugar de la banqueta donde seguía yo parado y sonriendo me dijo adiós.