Lo que nunca fuimos – Robert

Era sábado. Una pequeña multitud pululaba alrededor de la entrada del subterráneo en la intersección entre 92nd Street y Broadway. Le gustaba sentarse en la barra de ese restaurante a observar el flujo cambiante de gente yendo y viniendo por las escaleras que conectaban la calle con el metro. Desde que había llegado a esa vecindad el local había llamado su atención. Anunciaba una combinación de cocinas china y cubana. Pidió un arroz con mariscos, unos bisteces encebollados y un jarrón de té.

-Is this seat taken? –  Robert volvió la vista. El hombre repitió, con un acento que Robert no pudo identificar – Is this seat taken?

-No. Está disponible. – el hombre se quitó la gabardina y el sombrero antes de sentarse a su lado.

Afuera la gente seguía entrando y saliendo de la estación de metro. El sol seguía brillando con furia sobre el traqueteo de ruedas y tubos de escape. El chino del local llegó a tomar la orden del recién llegado.  Robert alcanzó a escuchar. Arroz con mariscos. Bisteces encebollados. Volvió la vista y sonrió. El hombre le devolvió la sonrisa.

-So you come here to eat by yourself?- dijo de pronto su vecino.

-Mi novia está con sus amigas.

-Ah muy bien. – dijo el otro – You know? Tengo un hijo de tu edad. Joe. No me lo imagino sentado como tú, sentado y comiendo por su cuenta. – Su mirada entonces se extravió, lejos, detrás de los peatones que caminaban en círculos por la estación y de los edificios que brillaban al otro lado de Broadway bañados por una luminosidad dorada y del Hudson que detrás de ellos y fuera de su vista se bamboleaba en una mansedad veraniega. Rob no pudo evitar volver a mirada hacia la calle. El sol brillaba con violencia. Siguió con los ojos el contorno de una muchacha pelirroja hasta que desapareció por una bocacalle. Cuando volvió la cabeza, su acompañante acomodaba sus cubiertos. Sonrieron. -Carlos. Mucho Gusto.

-Robert. Un placer. – estrecharon manos.

Comieron en silencio por unos minutos.

-Este arroz está delicioso. You know, back in my childhood I used to eat rice every day.  I really like it. – Robert asintió. – A Joe no le gusta. Nunca le gusto. I don’t know why am I complaining with you. I guess I am not actually complaining in a sense. At least not yet. But well, nowadays there are way too many reasons to complain. You know, to much crime, too many people in this city, too much pollution, too much of too much. –Rió. Robert permaneció impávido.- What do you do?

-Oh si. La ciudad es un desastre – dijo Rob sin convicción – Trabajo en un fondo de inversión.

-Oh well, congrats young man. My son is working in Seattle. He must be your age.  Twenty five, I think. He works in Software. No. He is not at Microsoft. That would be cool right? – Rob asintió. A pesar de sentirse extrañado por lo inesperado de la conversación, había un peculiar aire jovial flotando alrededor de su interlocutor. Sus ojos marrones brillaban con una lucecilla tranquila. Rob decidió escucharle sin apurar su merienda.– I mean, he is not stupid. He’s got a degree in engineering. Strange, because neither me nor Carla have any kind of predilection for the exact sciences. Maybe because I bullshit too much. Don’t be afraid man. I say bad words. In Spanish saying bad words is not as bad of a thing. At least that is what I believe. Sorry if I end up talking too much. I am trying to be didactic. En fin, that is what I do for a living. I stand in front of a room to say some bullshit and then I listen to inarticulate kids trying to figure how and what were their classmates trying to say with their broken Spanish. – Rob levantó la vista, ocupada en seguir el trayecto del cuchillo sobre el plato y comenzó a masticar. – I guess you must be surprised I am telling you all this. – Robert se apresuró a negar con un movimiento enfático de cabeza. – I am being too harsh on my students. I guess Columbia is not too bad, and there are some that are actually quite bright.  A veces escriben cosas como si una voz poderosa estuviese intentando escaper de su prisión y gritar al mundo su existencia. Hay apenas trazos, pequeños bosquejos de grandeza de vez en vez escondidos en un bosque de mediocridad. Como una florecilla solitaria floreciendo en un enramado de espinas.

-Christy Brown – Carlos lo vió extrañado –  Alguna vez viajé a Dublín y visité un museo en el centro de la ciudad. En alguno de las exhibiciones mostraban su retrato, un hombre maltrecho con paralisis mental, escribiendo con su pie izquierdo y en un panel la historia de su primer libro, una autobiografía. El doctor de la institución donde vivía leyó el manuscrito. Según él, en ese primer escrito había una oración que describió como una rosa entre la maleza. –Callaron. En una mesa cercana un grupo de cubanos hablaba en un español chicloso – Esa oración le salvó del olvido.

La conversación quedó flotando en el silencio con una gravedad inesperada. Una tormenta de sol seguía lloviendo fuera.

-Oiga mesero. Una cerveza. – el hombre dijo algo – De esa. Aguarde. –Cruzaron miradas y Rob asintió. Carlos espetó. – dos cervezas. Bien frías.

-Sabe. Yo siempre quise escribir. – Sonrió – Cuando era joven, solían hacer un concurso de escritura cada año en el colegio. –Sonrió – Teníamos que escribir cuentos cortos, los profesores los leían y anunciaban al ganador en un festival antes de pascua. Imagínese, vivía en un lugar pequeño, un pueblo que podría ser cualquier pueblo en América.

Un suspiro de espuma se resbaló lento por el talle de una de las botellas.

-Gracias.

-Un día escribía historias cortas viendo desde la ventana de mi habitación el lomo de los maizales de Bartholomew y al otro, sentado frente a la ventana de mi dormitorio en Boston veía caer la nieve en el Harvard yard – La maleta chocó un par de veces con las paredes de la escalera. El dormitorio olía a pintura fresca. Afuera el verano comenzaba a morir, pintando el yard de tonalidades dulzonas y amarillos suaves. Giró la llave tres veces. Abajo, un par de muchachos jugaban al frisbee. Las puntas carmesí de los edificios aledaños se elevaban sobre el bamboleo tranquilo de los árboles del yard. Tarareó por un instante la tonada de Love Story. Sonrió. Abrió la ventana y alargó el brazo hasta sentir una lengua de sol lamerle la piel. Algo grande, cálido y solar germinó en su pecho. Cerró los ojos y de pronto estaba en Bartholomew. Y vió el perfil duro de su padre mirarle desde el otro lado de la mesa, y fracturarse en una sonrisa de orgullo, y recordó recibir esa carta apenas unos meses antes y correr, correr por el camino del maizal hasta el final del campo y seguir corriendo, corriendo, y sentir el pasto hacer cosquillas en su espalda, y mirar un cielo limpio, y alzar el brazo, y sentir el sol y sentir que podría tocarlo. Si, podía tocar ese azul, y hundir el índice en la masa del cielo. Abrió su maleta. Dejó una constelación de ropa sobre la cama antes de encontrar su cuaderno de notas. Arrastró el escritorio hasta colocarlo frente a la ventana y se sentó a escribir. -Y ahora estoy aquí en Nueva York. – Suspiró. Carlos jugaba a revolver los restos de comida de su plato con la punta de su tenedor. -Perdón. Estaba recordando cosas. ¿Y usted lleva mucho tiempo en la ciudad? –Se dio cuenta que había entremezclado en su pregunta la preconcepción que su interlocutor no era oriundo de Nueva York. Su inglés acentado y sus ojos tranquilos lo delataban. Pensó en corregir pero le ganó el desgano.

-Llevo 10 años aquí. – Dejó de jugar con el tenedor y lo dejó sin hacer ningún ruido sobre el plato.- Escribía en un periódico en México y cuando mi segunda novela tomó vuelo, un amigo escritor me invitó a dar unas lectures en Columbia. Entonces tomamos nuestras maletas y llegamos acá y pasaron los meses y luego los años y logré luego de toda clase de artimañas que me hicieran professor permanente. – Rió. Rob sonrió con el chiste – Nunca pensé que nos terminaríamos quedando aquí. Nunca. ¿Que si fué un shock moverse a esta ciudad? No, Carla y yo  ya conocíamos el olor a humo, a llantas quemadas. Son los mismos olores de la ciudad de México. Y las voces de la gente al caminar por las calles, por el metro, en un bar, son tan universales como el ladrón aguardando en una esquina oscura, o la prostitute esperando a sus clientes bajo un farol. De lejos ninguna voz tiene idioma. Es distinto pero es igual. Es diferente pero es lo mismo.

-Tal vez. – los techos blancos de Bartholomew saltaron a su imaginación y con ellos el silencio herbáceo de sus calles. Su ensoñación terminó en brazos de un coro de bocinas de autos intentando abrirse paso por Boradway.

-A veces pienso que si hubiésemos llegado a cualquier otro lugar en este país probablemente me hubiera vuelto loco. Más loco de lo que estoy. – rió. Robert lo miró extrañado. –I like this city. I like big cities like this one, messy and real.

-Messy and real – repitió Rob. –real.

Hablaron de alguna cosa u otra. Robert vivía a unas cuadras de ahí comentaron; Carlos vivía en una torre de departamentos frente a Riverside Park. Apuraron el resto de sus bebidas. Carlos veía impacientemente la carátula de su reloj.

-Tengo que a ir por Carla. Vamos a ir de compras – Rob asintió y una pesadumbre ensimismada le cayó encima dejándole un vacío en el estómago. Carlos pidió su cuenta y pagó con un solo billete sin pedir cambio, tomó su sombrero y le dió una palmada al hombro. –Nos vemos. – dirigió sus pasos hacia la puerta revolvedera – Rob pensó que había algo trágico al ver su figura desaparecer engullida por el sol. Pidió otra cerveza y se sentó a beber en silencio. Seguía sintiendo un vacío extraño en el estómago. Intentó pensar en Kathy, en su trabajo. Intentó leer un artículo del periódico que había traído consigo pero no pudo dejar de ruminar en esa nada grande y hambrienta que acababa de instalarse en sus entrañas.

Había terminado la mitad de su bebida cuando sintió a alguien tocarle el hombro. Era Carlos.

-Los jueves en la noche organizo un grupo de literatura creativa en Columbia. Estás bienvenido. La mayoría son muchachos del undergrad. – Escribó una dirección detrás de una tarjeta de radiotaxis. Este es el lecture hall donde nos reunimos. Comenzamos a las 7 pm.

Movie premiere

She took the lipstick out of its case and let it roll from one side of her mouth to the other and back. Her reflection winked back at her and the sound of water running down the faucet quieted down to a drip. The bloody rose of her lips shrunk into a small button before blooming with an audible kiss.

Before leaving her place, she stroke the strings of her ukulele and looked up to the Marilyn Monroe poster on the wall. The instrument left a sad trail of sound that lingered around her for a few seconds before it vanished.

The doors of the wagon opened and closed and the metro rode through the landscape as it filled with the dimming golden rays of the sunset. Small houses scattered around tiny roads carved over the hills gave way to the carcasses of an abandoned industrial complex, itself swallowed by the passing sight of the brown waters of the river and the city center high rises.

Her long legs walked with a studied curvaceous step up the staircase. The cinema was quiet. Outside, the beginning of the night smelled blue and smoky. “Hi”, her colleague said and they smiled at each other.

She looked at herself on the mirror. The curve of her lips tilted down, tilted up, opened in a circle, imitated the shape of a waning moon and closed with a kiss, a frown and a soft smile.

She felt the gaze of her colleague looking at her. They smiled at each other and took their brooms out of the toilet.

People were gathering outside. The flashes of the paparazzi’s cameras burst on the esplanade mixing with the sounds of a crowd roaring behind as one by one, different men and women walked up a red cloth that stretched over the floor.

As she looked up, a flash lit up, and another one behind, and another one. She rose up and felt the blow of a beam of light on her face.  Someone called her name, and she turned around with a wide smile, and her eyes went through the crowd, the smiley crowd, and the faces of producers and movie directors that wandered through the carpet and up the stairs. For a moment she felt as if she was seeing herself from the undistinguished faces of the audience, and she saw her tall figure, and her red smile shinning, and her eyes searching for those wandering figures as they entered the cinema.

She heard her name called again and with a passing glance looked down to the floor. The dustpan had fallen from her hands. She crouched to collect it. She hurried back into the theatre and dropped the small paper pieces she had gathered into the toilet.

After un día lluvioso

There is rain on the road. Las llantas del auto dejan unas zanjas largas y profundas sobre la tierra húmeda al pasar. The air is clean, sweet and empty. Unas florecillas blancas descansan entre el pasto, brillando como perlas sobre terciopelo verde. A few clouds linger on top of us, gray and quiet, moving slowly through the space above us. El camino desemboca en la costa verdosa de un lago. I can see the dark silhouettes of fishermen casting their nets into the water. Sus barcazas de madera bailan oscuras sobre el agua como pedazos de hojarasca. The engine hums and behind me it leaves a trace of smoke.

Something missing

If I lay here on the high grass Carla can’t see me. I like this grass. It surrounds me and I can’t see her. She is there playing with the forks and spoons at the edge of the field and under that tree.  The sky shines cloudless and green and two long black birds circle, spiralling upwards and upwards directly on top of me.

I close my eyes. The sun hits my pupils and the world goes orange. It is warm and it smells of grass and dirt. There is barely any sound; the wind licks the back of my hands, and the exposed skin of my face.

I hear some steps and I think of Carla, but the sound of broken twigs passes behind my head and goes away.  I open my eyes and look at the birdless sky.  There are no clouds, no big black shadows, no noises, no wind, and there is only a constant patch of a greenish blue.

We biked from the city. We took a long and winding road that not many know about. It goes through a placid meadow filled with the sweet stems of spring grass before it passes through a forest, coiling under the shadow of big and muscular trees until it reaches the park.

The sky has a very slight green hue, green memory of the prehistoric sea dwelling under our feet. When they were digging the lake, the excavator would spit out piles of sand and sea shells. I can’t help but think that the nights of the past are still shinning under me. Silvery skeletons of stars are shining under the grass over water now long gone.

There is something missing, missing from this placid day, missing up there in the heights of a clear sky. I look up into the blue and look inside myself and I can’t find it. I can’t find it.

There is always something missing. I have never known what it is. Robert drinks, and I drink with him, and we keep drinking until the street lights are all yellow, and distant, and the buildings turn into hallucinating creatures of a thousand eyes and mouths and I can’t find it.

Carla whispers something to my ear. And the night surrounds us as we kiss and move and our naked bodies fuse into one, and then it comes, the horrid realization that not even an instant of oblivion, not even an instant of death can fill it. I can’t find it. I know it is there, there in the yellow lights, somewhere in the middle of a nameless orgasm, lost in the starry memories of that prehistoric sea. Maybe we should take all the sand and shells out from the womb of this park, maybe if we dig enough we will find the reflection of the night.

I don’t know why I think these things. Carla laughs when I talk about them and sometimes she looks at me with her big eyes and says nothing.  And then I say nothing and we keep quiet. It is a placid day and the grass is high around me. Carla is playing with the forks and spoons; I can hear their metallic clapping mixed with the sound of her laughter.

Lo que nunca fuimos – Capítulo, Robert

Tenía la cabellera recogida en un nudo colgando detrás de su cabeza, reposando tranquilo sobre su nuca, perlas diamantinas brillando sobre sus labios y un trazo suave de rímel delineando sus ojos. Llevaba puesta una blusa blanca y un saco negro sobre una falda oscura que flotaba sobre el elástico de sus medias y las curvas negras de sus zapatos de tacón.

-¿Dónde estabas?

-En la oficina. ¿Te desperté?

-No. Estaba mirando la televisión.

-Es muy tarde Robert.

Se acercó a ella. Flotaba alrededor suyo el olor almendrado de su cuerpo.

-¿Mucho trabajo en la oficina?- Le dio un beso en la frente. Un ligero olor a cerveza, a multitud, a humo de cigarro, a bar le llegó a la nariz. Kathy volvió la cara hacia el otro lado antes de zafarse de su abrazo. Robert le alcanzó a bezar la mejilla izquierda.

-Si  ya sabes cómo es.  – dijo y luego calló. Recordó la llamada que había hecho unas horas antes. “No se encuentra aquí. Salió de la oficina hace algunas horas” Ella debió notar que algo se resistía a estallar en sus labios porque preguntó.

-¿Is there anything wrong? – Dos pares de ojos incendiando un espacio de dos metros.  Dentro de él, un monstruo intentaba salir. .. Asustado respondió.

-No- Robert recibió un beso en la mejilla antes de ver a Kathy dirigirse al baño de la habitación.

El agua corría por el lavamanos. La vio parada frente al espejo, algodón en mano, removiendo el maquillaje de sus ojos. El nudo de su pelo ahora vuelto una trenza bajaba como un río de oro por su espalda desnuda.

Viéndola ahí, desnudarse poco a poco en el acto rutinario de la noche le asaltó la sensación que aquel podría ser cualquier día de los últimos tres años.  Le fascinaba ese momento; ella frente al espejo, él viéndola desde la oscuridad de la habitación. Ella envuelta en el éter de luz blanca que rebotaba sobre las baldosas, fuera del mundo en un momento de solitaria intimidad, un momento solo compartido por él, héroe escondido entre las rocas observando a su ninfa tomar un baño en un arroyo lunar. Todo quedaba en blanco cuando la veía. Su pasado. Su futuro. Solo quedaba un presente, donde él  la contemplaba desde lejos mientras ella se veía a sí misma en la luna del espejo.

No pudo evitar sentir un suave hervor escalarle por el pecho.  La amaba. La adoraba. Pensó. “My Kathy”. Murmuró. Y quiso saltar de la cama, abrazarla, con un gesto suave rodear con el brazo su cadera mientras ella se veía al espejo y así ver el reflejo de sus dos rostros enlazarse en un beso. Un beso público en el universo de sus intimidades compartidas. Kathy cerró la puerta del baño. El rugido del inodoro la acompañó a su regreso a la habitación.

Se deslizó entre las sábanas. Los charcos grises de sus pupilas se entremezclaron por un momento antes que ella volviera la cabeza al otro lado. Robert sintió como si un balde de agua fría se hubiera derramado sobre su pecho.

-¿Algo que quieras contarme? – Ella dejó escapar una ligera temblorina . Robert desanudó su abrazo.

-No. Estoy muy cansada y es muy tarde. Lets sleep.

Robert permaneció despierto, el corazón latiendo con fuerza. Pensó en abrazarla de nuevo, pensó en recorrer a besos el sendero de su pecho hasta llegar a su ingle pero no sintió apetito.  Pensó de nuevo en esa voz diciendo “no está aquí, se fue de la oficina hace unas horas” y volvió a pensar en números y símbolos de acciones de bolsa danzando alrededor de una habitación gigantesca donde una multitud de corredores de bolsa gritaban precios y órdenes. Escuchó a Kathy roncar. Entonces cerró los ojos y sintió poco a poco un sueño intranquilo apoderarse de él.

Flying kites

The door closes. The street is silent. Sundays are slow days. The cherry trees are blossoming. We walk and laugh. We walk and laugh again. Up that hill they are flying kites. “I want to get one” I whisper to  her ear. It is windy and I can see the carcases of my words go away. They are floating around us, threaded to our kissing mouths only by the silence that lingers between us. The hill is steep and the city shines beyond the park.

 

Longings

The trees cast a long shadow over the road. It is a tiny road that curves along the quiet facades of old houses and ancient walls, hops over the arch of a bridge and plunges into the yellow night and into the trees. The night is yellow, yellow as the gas lights that pour their jelly of gold, and tinge the intimacy of night with a dust of old.
We walked a few steps over the bridge and stopped as we reached the middle of its hunch. There was a swift kiss. One. Two. Our lips pressing tight against each other and the arch of our backs bending in an untied knot.
It all smells of old. The lazy arch of the river coils around the same turn that it has seen for centuries, and the faces of these walls wet their noses into the black water as they have always done.
There is something fiery about the noises that escape from the hidden corners of the night. The untamed past shouts from the pavement stones. The echoes of gone steps fill the empty space that stretches beyond the intimacy of our play. The past with its tentacles of foam and its vast shores of pebbles dwells out there. It is alive in the murmur of the trees. It lives in the yellow lights of the gas lamps. It whispers with the echo of a long gone cart, rolling slowly through the street, leaving behind it the clapping of a horse’s shoes. It is there, reverberating with the sound of cannon voices and the fading shouts of a commander to his battalion of iron suits. The past and its stories of love and death, flesh, bones, and dust, swirls around us as the taste of our mouths fuse.
What am I searching for when I kiss your lips? What are we searching for in the hidden shores of our skin? What are we looking for in this colliding, this implosion of our bodies if not only a tiny relief from the looming presence of death? It is in the past, deep in the night of the world and the big blanket that surrounds it all and stretches around us like a cocoon where we exist. Inside it there is only the two of us, our bodies, our kisses, and nothing else.
Over there the contours of light raging in a craze of colour invite us to unravel the ribbon of our kiss. The music pours from the tents and crosses the night in swift flight.
The purple liquid pours from a vast cup and a fountain of black lava flows down into a pond of chocolate. The lamps shine on top of us, and their yellow lights pulse in front of the black of a starry night.
When we look up, a few nightly flies hover around the lights’ golden nape and beyond them, the moon looks down upon us with its immovable and pallid gaze.

A portrait of the distance

The table is empty.

The window is open. There is a patch of blue.

An open book lies besides a glass of wine on a side shelf.

A golden light pours out from a door. A candle burns in another room.

The air is clean. The sails inflate and deflate with the breathing of the breeze.

The sea is cold, and its waters shine clean and blue under the sail boats.

Her body sits, straight on the chair. She wears a white hat and a blue dress. Her lips are half open as if a smile had just flown away from her mouth.

A seagull cuts the air with its silvery wings. It flies away slowly, and its distant cries fade as its wings take it far away.

My fins

I jumped into the river and swam to the other shore.

When I left the water a pair of fins had emerged on my back.

The pedestrians looked at me with fear. I didn’t know where to go, where to walk. I fainted. ‘

When I woke up, there was a light on top of me, and I could see nothing but its bright rays of white.

I touched my back with my left arm. There was a long scar running down my spine.

The hospital sheets where white, but the room had blue curtains dividing me from the others.

I went by the water. The wind was calm, and the river flowed down its course with a steady stream of green liquid.

I jumped.

Some note

Why do I write? The act of writing, is that of leaving a mark of ink on the page. The page that glitters, white and empty, gets filled with the images, the emotions, the colours, the ideas that populate my imagination and give shape to the landscapes of my inside.

I write to forget, to empty the vessel of my soul of the ghosts of its memories. I write because I feel. And I feel. I write, I shout, I feel. There are lips and sights, and eyes that looked at me with a smile and those who looked at me with a faraway glance. And I write to capture them all, to lock them on the white of the blank page. And when I succeed, when the letters carve a prison of words, I am free. I am free.

The dirt. The grass that moves, in tiny inflections of its shape with the soft movement of the breeze. The landscape is wide. A few trees scattered in the distance move from one side to the other. Their colour is dark green, and they form a circle of deeper greens that surrounds the fields.

I call my name. The sound bounces on the walls of the grotto and bounces again and again on the walls of the cave. I hear my name repeated, magnified, amplified and finally scattered into pieces reaching back to me. The water is cold. The cold permeates through my skin.

The dirt falls on my head. I have been lying in this coffin for a few days, and the leakage lets pass a constant flow of sand into my box. I can’t move. The sand doesn’t let me move my head. I try to shout, but my throat says nothing, and my lungs, dead, cannot pump the little air that stands between me and the ceiling of my crypt.

A spade breaks the seal. I cannot move. The sand has covered with a thin layer of silica the enamel of my bones.