El viento del Pacífico

Eché a andar por la banqueta. El viento frío que viene del Pacífico no dejaba de colarse entre las calles aún bajo el brillo de un sol demoledor.

Llegué no lejos de ahí al umbral de un restaurante de comida mexicana. Ya sentado a la mesa, alguien vino a tomar mi orden. Me soltaron unas palabras en inglés; algo así como, qué quiere usted. Respondí en español. La mesera anotó mi orden en una libreta pequeña, retiró el menú de mis manos y se marchó hacia la cocina. El lugar estaba casi vacío. Una familia comía cangrejos en una esquina del local. Yo me había sentado en medio de la nave y podía escuchar el vago rumor de sus risas.

Me marché de ahí atiborrado de camarones.

Di una vuelta por entre calles semi desiertas y bajo un sol que poco a poco dejaba sombras más largas.

Había por ahí un parque con aparatos de gimnasio hechos de acero reforzado. Me senté en uno de ellos y tiré de la manivela. El asiento subía y bajaba luego de cada uno de mis movimientos.

Regresé a mi cuarto de hotel. Las sábanas vueltas a doblar, las cortinas bloqueando lo que quedaba de luz solar. El olor a hotel viejo, a humedad imposible de remover y a productos de limpieza llenaba el aire de la habitación.

Tal vez algo, los camarones, me hicieron recordar aquella ocasión en que fuí con mi padre a Acapulco. Esa vez llegamos a un establecimiento a las orillas de la ciudad y comimos montañas de pulpo. Reimos, o tal vez rieron los amigos de mi padre al verme comer con tal desmesura.

Desde el cuarto de hotel se alcanza a ver el mar, una fina raya de azul a lo lejos. Es un mar helado de corrientes traicioneras. No como el mar en Acapulco, de arenas suaves y agua tibia.

Pedí un Uber para llegar al sitio de la conferencia. Ahí vi a Mark, tomamos dos cervezas en un establecimiento frente a las olas, frías. ¿Cómo has estado?. Bien. Bebí un sorbo de espuma. El viento del Pacífico golpeándonos la cara. Él sin darse cuenta, acostumbrado a los cielos nublados del Reino Unido. Yo congelándome. No dijimos mucho, reímos unas cuantas veces, acordándonos de las locuras de algún amigo en común u otro.

Decidí caminar de vuelta a mi hotel, pero pronto las figuras furtivas de la noche me hicieron reconsiderar mi decisión. En el trayecto de regreso, transitando por calles con nombres en español y letreros en inglés escuché primero a través de mis audífonos la canción “Pueblo Blanco” de Serrat, para luego cambiar a “The golden G string” de Miley Cyrus. Me gusta esa canción. No por lo que dice en su totalidad, que nunca le he prestado suficiente atención, sino porque en algún momento Miley canta, “Maybe caring for each other’s just too 1969”.

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