A mi hermana le decían que era muy bonita. Tenía los ojos azules y una piel blanca, lechosa y transparente. Yo nunca fui lindo ni guapo. Yo soy y era feo. Feo como una piedra. ¡Qué Chula es su hija señora!. Y yo sonreía, intentando acaparar la atención de su interlocutor con muecas y brincos. Nunca funcionaba.
Los fines de semana y los veranos en mi pueblo eran momentos mágicos. Cuando no había sesión en el colegio, jugábamos en la alberca del club del fraccionamiento. Echados como lagartijas al sol, o nadando como renacuajos nos quemábamos bajo un sol inclemente. Nunca usamos bloqueador porque esas cosas son para gringos pedorros de pieles sensibles.
Al cabo de muchos días de asoleado constante, notaba que la marca del calzón quedaba impresa como un pedazo de carne traslúcido y pálido en el área de mi piel que no había visto el sol. Decidí que ese color pálido del área que rodeaba mis genitales era el tono verdadero de mi piel y que la marca oscura que corría de mis manos a mi espalda baja era un artefacto apócrifo resultado del sol quemante de nuestras latitudes.
Así fué que comencé a ponerme bloqueador. Escurría una capa enorme de la crema blanca que mi mamá guardaba en el botiquín de la casa y que ostentaba, indicado en un cuadro naranja, de una protección de 75. Tal vez así el sol no me quemaría más y luego de un tiempo el color de mi toda mi piel sería como el color de mis nalgas.
Ese día le dije a mi mamá que saldría a caminar por el campo. Ella dijo que sí y yo salí a caminar por entre matorrales, zarzas y piedras. Me puse tanto bloqueador sobre la cara que el sudor le hizo caer a mis ojos y regresé a casa, a lavarme con un corredero de agua intentando deshacerme del exceso de crema que había caído sobre mis ojos.
Tenía miedo de parecer indio. Era un sentir injustificado. Al parecer mi piel no era tan oscura como para ser excluido del grupo de los blancos. Tal vez era eso, o tal vez crecí suficientemente alto, o tal vez mi apellido era una palabra en italiano, y no el común Pérez. En todo caso, yo no era suficientemente indio. No era tan indio como Pedro de la Cruz o José Ramón y nunca tuve problema alguno. Las niñas eran más inclementes. Las morenitas se juntaban en un lado del jardín, y las blanquitas al otro. Entre los niños, las consecuencias de ser indio se reducían a ser el último elegido para jugar futbol y uno que otro apodo haciendo referencia a Moctezuma o sus súbditos.
Los sábados por la mañana mi mamá y mi hermana prendían el televisor. Yo veía los infomerciales. De vez en vez anunciaban una crema milagrosa que rebajaría el color de mi piel en al menos dos tonos. Me fascinaba esa crema que luego de un mes de uso, podría volver mi piel del tono de una hoja en blanco. Aunque pensé seriamente en comprar un tubo del producto, nunca me armé del valor suficiente para hablar a la línea de teléfono que anunciaban. 01800 …
No poco después llegué a EUA y noté que mi piel se hacía pálida al cabo de unos meses de estar lejos de nuestro sol. Regresé a mi pueblo intentando ocultarme del ojo quemante de nuestro siempre presente astro, tratando de preservar la nueva palidez que había llegado a mi piel. Fracasé. Para las siguientes vacaciones no me escondí de nuevo. En gringolandia aprendí que a las güeritas les gustan los morenitos, y que el bronceado es más atractivo en estas latitudes de lo que uno podría sospechar.
Mis manos aún son negras. Las veo posándose sobre mi pecho y las encuentro quemadas y oscuras como un pedazo de carbón. Cuando las entrelazo entre esas manos blancas o las hago recorrer su cabellera rubia, exclamo. “Look. I am black” y ella sonríe y mueve su cabeza de lado a lado. “No, you are not black”