Vestido azul. Cabello blanco brillando en la noche. -Hola- dije y bajé la cabeza hasta besarla.
He escrito ya sobre este momento. El verano tímido de Inglaterra nos rodeaba; verdes profundos perlados de un rocío suave y un viento que intentaba ser cálido sin lograrlo.
Caminamos desde el college hasta mi dormitorio. El vestido se desbarató entre mis manos y sentí su piel, suave, tocar la mía.
Caminamos de regreso a la fiesta. Manos entrelazadas, bocas haciendo garabatos de tanto en tanto. Una luz azul de mañana precoz llenándolo todo y el aroma tibio de la neblina y el verde de la vegetación hechos cosa concreta.
Lo he dicho antes en alguna nota u otra, cuando la vi de nuevo en Londres me contó historias de la guerra.
Caminando en ese vecindario tranquilo, la noche tendiendo su velo de intimidad entre los dos, volvió la vista al caparazón de una casa derruida. -Así ha estado desde la guerra, cuando fue dañada por el fuego alemán.
Para mí, un muchacho del nuevo mundo, esos cuentos de destrucción aérea sonaban como un sueño lejano, demasiado lejano. Mientras ella hablaba yo imaginaba una lengua de fuego descendiendo sobre la ciudad cuyo espacio sonoro vibraba inundado por el chirrido de bocinas altisonantes.
La calle, vacía, desapareció detrás de la puerta de su departamento.
Al día siguiente desayunamos en un pub cercano a su casa. Mientras comía el tocino inglés, los frijoles con salsa de tomate y los champiñones gigantes, me contó la historia de su abuelo durante la guerra. Tenía un libro de poemas, solo uno y lo leyó y releyó tantas veces que terminó memorizándolo.
Ese momento no deja de hacer espirales en mi memoria, los huevos mitad devorados frente a mí, sus ojos plateados posándose sobre los míos y la imagen inevitable de su abuelo, un hombre que a pesar de ser joven durante la guerra apareció como una figura de pelo cano en mi imaginación leyendo ese libro de poemas mientras afuera enormes bombas de metal caían sobre el paisaje.
Me fui. Unas semanas más tarde regresé a Norte América. Nuestra historia terminó en un abrazó que duró unos segundos. Pasé mi tarjeta del metro por el lector y vi como me cobraron cerca de 10 libras porque la noche anterior, cuando salimos de la estación no pasé la tarjeta por la garita.
El tren volvió al centro de la ciudad donde me alojaba en un hostal de estudiantes. Pensé muchas veces en ella, en esos ojos plateados, en el vestido azul que usó el día que nos conocimos y en las historias de la guerra.
No nos vimos de nuevo pero supe que se casó con un dentista en Londres. Cada vez que pienso en ella recuerdo esa casa de techos percudidos en el suburbio londinense donde vivió cuando era estudiante de medicina.