-Bajémonos aquí – abrió la puerta del auto luego de estacionarlo a la orilla de la carretera. Mi hermana y yo, acurrucados en el asiento trasero entre mantas de lana y botellas de agua volvimos la vista hacia afuera. Allá mi padre caminaba por la grava, sus pisadas dejando un vago crujido de piedras rebotando entre sí.
De las torres de luz nos llegaba un chisporroteo como si hubiera chicharras pululando en las venas metálicas de los cables de alta tensión.
Me dijo que lo acompañara. Caminamos por el desierto desde el lugar donde habíamos estacionado el auto hasta la base de la torre de luz más cercana. Ahí me dijo que esperara. De un salto se trepó a la escalera que colgaba a un lado de la estructura y comenzó a subir.
Yo me quedé ahí debajo viendo al sol brillar sobre el metal y llenar el espacio vacío del desierto que nos rodeaba. En mis jeans se habían encajado múltiples pelotas de espinas; frutas de las cactáceas del lugar.
El zumbido metálico de los cables se espolvoreó de los graznidos desesperados de un par de cuervos. Volví la vista hacia arriba y ahí vi a mi padre bajar por la escalera de metal con un saco de tela en la mano izquierda.
Al llegar al auto colocamos a los dos pollos en una caja de cartón que mi hermana y yo cargamos en el asiento de atrás.
Los animales se acurrucaron en un abrazo trémulo. Sus pequeños cuerpos tiritaban de manera casi imperceptible y despedían un calor intenso al tacto.
El auto echó a andar lento sobre la grava, luego rápido por la carretera de Matehuala. Llegamos al trecho donde cada 200 metros un arreglo de tres palos anuncia un puesto improvisado a la orilla del desierto donde se pueden comprar cachorros de coyote o carne salada de serpientes de cascabel.
Algunos de los puestos yacían abandonados, dos palos erigidos frente al paisaje, el tercero en ruinas debajo y un arreglo de postes rotos detrás quemándose bajo el fuego lentísimo de la luz del sol.
Nos detuvimos en alguno de esos puestos. Mi padre preguntó por X, un hombre cuyo nombre no recuerdo. La mujer que ahí; sentada bajo una sombrilla de colores, atendía jaulas de búhos, coyotes y halcones, comentó que X había muerto hacía varios años.
Siguió el auto andando hasta que llegamos a la reja del hotel al que siempre habíamos ido en viajes así.
Una hora más tarde salté la barda detrás de la zona de la alberca donde había un río atiborrado de ranas. Estuve un rato ahí atrapando anfibios en vasos de hule hasta que las primeras sombras de la tarde comenzaron a pintar el paisaje de azul.
Los cuervos estaban en nuestra habitación, durmiendo en su caja de cartón luego de haber comido pedazos de pollo.
Al día siguiente, no poco después de medio día, echamos a andar de regreso a la ciudad. El paisaje comenzó a poblarse, el desierto dio paso a bosques de coníferas y estos a las masas de concreto de la ciudad de México.
Una madrugada, la luz brillando azul a través de las ventanas, mientras la casa aún se encontraba envuelta en un silencio profundo, llegué a la caja de cartón donde los cuervos dormían. Yacían sus cuerpos entrelazados en un abrazo íntimo, como el día que los bajamos de su nido en el desierto.
Con mi mano acaricié el suave plumón de sus cuerpos y noté que la piel del más pequeño no despedía ese ardor de criatura viva que había sentido antes. El otro gorgojaba en un sueño plácido acurrucado sobre el cuerpo de su hermano muerto.
Unas horas más tarde escuché a mi padre decir que probablemente el pollo había muerto porque había llegado infestado de parásitos. Por varios días él extrajo larvas de mosca alojadas bajo la piel de los dos cuervos. Se les veía reptar en bultos pulsantes que aparecían y desaparecían. Cuando estos eran visibles, a través de una pequeña incisión el gusano podía ser extraído envuelto en una masa sanguinolenta de pus.
Le pregunté si los otros cuervos en el nido también estaban cubiertos de larvas de mosca. Me contó que sí. Los dos pollos que bajó eran los que a simple vista parecían tener el menor número de bultos bajo la piel. Probablemente los otros dos que había dejado ahí en la torre de alta tensión murieron devorados por los mismos gusanos hambrientos.